Publicaciones científicas dan a conocer estos días que paleontólogos basados en el parque Dinosaur Provincial de Alberta, Canadá, han descubierto huellas fosilizadas que representan la primera evidencia de que diferentes especies caminaban en manada hace 76 millones de años, es decir, en el Cretácico tardío, correspondiendo las pruebas a un pequeño grupo de saurópodos cornudos en viaje con un anquilosaurio y un pequeño carnívoro en dos patas, que bien pudo ser un depredador, acechados todos por dos tiranosaurios que los seguían paso a paso.
Hoy sólo se puede conjeturar que esas manadas son el antecedente directo de las que vemos en las sabanas africanas, conformadas por ñúes y cebras en migración, y que los tiranosaurios los perseguían y cazaban en grupo, como lo hacen hoy leones, lobos y orcas, cada uno en su hábitat. Lo que no se puede deducir, porque es un hecho, es el máximo interés que despierta entre la comunidad ligada a los dinosaurios, expertos y aficionados, cada hallazgo, porque va aportando elementos a la reconstrucción de la vida en la prehistoria.
Quizá por eso intriga tanto que los continuadores de la saga de Jurassic Park, hoy en pantalla la séptima entrega con el subtítulo de “Rebirth” (Gareth Edwards, 2025), insistan en la modalidad de integrar híbridos, línea narrativa explotada desde el cuarto episodio, con el argumento de que el público de la historia ya está harto de los mismos dinosaurios y quiere ver algo más. ¿Qué más sorprendente puede haber que uno de esos colosos vuelto a la vida?
Sí, ya sabemos que cada especie de la saga fundada con la novela de Crichton es híbrida, pues resulta imposible tener el ADN de un dinosaurio y los huecos fueron llenados con el de especies actuales. Aun así, inventarse al Indominus rex, al Indoraptor y esta vez al mutante Distortus rex no aporta más emoción que la primera trilogía, en la que se administró con inteligencia la aparición de especies.
Es un acierto, hay que reconocerlo, haber incluido a la gran Scarlett Johansson.