La condición primordial de la lectura es el asombro. Por eso volvemos constantemente a los libros que nos llevaron a otros libros, a las historias y los poemas que nos llevaron a otras historias, a otros poemas. Hay libros que tienen la capacidad de generar lectores, y si tienen la suerte de toparse con uno de esos en el momento correcto, leerán el resto de sus vidas. Es un cliché, pero uno bueno: “Quien lee un libro, lee dos. Quien un día lleva un libro a su casa, acaba por crear una biblioteca”, escribió Andrés Henestrosa.
Al igual que él, yo leo libros desde que me acuerdo. Y, de vez en cuando, vuelvo a esos que me asombraron, es decir, que me despejaron las sombras: que crearon en mi cabeza un punto luminoso. Y con esto no quiero caer en el otro cliché, ese sí horrible, de que los libros nos hacen más sabixs. Esa es una falacia de señores que fuman pipa y leen las letras chiquitas con monóculo. Me refiero a que iluminaron una parte de mí que no conocía: que me pusieron en el camino de un placer que no creí disfrutar antes.
Quiero creer que esos libros conforman el misterioso centro de nuestro gusto. Y que debe de haber, ahí, títulos que harían enojar a los señores de pipa y monóculo, pues no todos somos Borges para habernos leído a Dante antes de los diez años. Es más probable que el primer estante de nuestra biblioteca mental (porque una biblioteca no es solo un espacio físico o una colección de volúmenes) haya albergado una historia sencilla, repetida miles de veces desde que nuestra especie aprendió a hablar. Y, ahí, en ese asombro primigenio se esconde la forma exacta de nuestros miedos y nuestras pasiones. Por eso, tal vez, existe ese otro cliché, verdadero: los libros nos cambian la vida. Para bien o para mal, pero lo hacen. Sí.