Dejando de lado el hecho evidente de que Fernando Leal Audirac es un pintor en el punto más alto de su refinado arte, la más reciente exposición, La monumentalidad de lo íntimo, se nos impone por su denodada voluntad. Desde el primer cuadro colosal (End), desde el luminoso surtidor nocturno —púa, descarga o bólido—, situado en el centro del gran patio del exconvento de Santa Inés, a un lado de La giganta, advertimos un mandato y una tenacidad irreprimible.

En esta nueva exhibición, Leal Audirac vuelve a mostrar su inequívoca unidad de pensamiento y sus muchos recursos expresivos, amalgamados y reducidos a una poderosa gestualidad abstracta. En ella juegan un papel central la pura y autosuficiente finalidad estética y la capacidad del observador para colocarse en diferentes perspectivas de comprensión, prescindiendo casi por completo de todo lo que no sea alusión a la forma y la materia del color; digo casi por completo, porque uno de los sentidos fundamentales de la exposición es un homenaje a José Luis Cuevas.
En las 36 piezas de la serie no encontramos la fuerte capacidad de representación onírico-psicológica que descubríamos en el retrato Las tentaciones de Arnoldo Vilanova, ni el estremecimiento, escalofriante a corta distancia, de El gato invisible; tampoco hallamos aquella figuración borrosa y siniestra de gruesos seres fantasmales y peregrinos que veíamos en La sombra del amarillo o en la pareja que hace el amor en Cripta, obras cuya presencia posee una importancia insoslayable en el panorama actual de nuestra plástica.
En esta nueva realización, el ademán espontáneo y, a la vez, experto de la mano que mancha, esfuminando, y precisa con líneas gruesas de negro, blanco o color, ahora sobre una superficie en apariencia tersa, apunta hacia la inmensidad del movimiento interior, hacia lo que ocurre no sólo en la intuición del espacio, sino sobre todo en la dirección de lo que irrumpe dentro de la corriente del abismo de las percepciones del tiempo imaginario, que siempre es recóndito, múltiple y espiritual. Estas abstracciones, estas “idealizaciones”, de Leal Audirac son duración interior, pero de una dimensión tal, por la voluntad engendrada en su despliegue, que no es exagerado llamarlas monumentales en términos realistas. El observador puede desconcertarse o no estar de acuerdo con dichas invenciones que, como un grafito de alta factura sobre temple de huevo o a la cera, crea un difícil efecto polifacético, según el ángulo desde el cual miremos y en consonancia con fondos oscuros o blancos. Algunos cuadros son más poderosos que otros, como ocurre con End, Giganta, Fertilidad o Lust.
Leal Audirac pertenece de manera clara al grupo de pintores mexicanos cultos, como Alberto Gironella, Ricardo Martínez, José Luis Cuevas o Francisco Icaza, que contravinieron con su capacidad intelectual, sus diversas lecturas y su don de palabra la idea del pintor salvaje, inocente o ayuno. Ante la obra de Leal Audirac, el observador descubre, en la transformación de lo figurativo en abstracto y a la inversa, una creación poseída por un fiero imperativo estético donde el oficio admirable y el extremo rigor intelectual hacen, en efecto, visible lo invisible.
AQ