Cultura

Cisnes contra zopilotes: dos bandos poéticos

Bichos y parientes

Los poetas modernistas encontraron en la muerte dos motivos de fascinación estética: la belleza y la brutalidad.

Hay una guerra secreta en la poesía modernista y, particularmente, en la mexicana. Es una batalla simbólica, entre el cosmopolitismo ideal, europeizante y decadente, bello, erótico y blanco contra una realidad local, parda o negra, ominosa. Se trata en ambos casos de las formas de la muerte: el treno del ser bello o la fiera que devora el cadáver.

El cisne es un ave anseriforme, como los patos, los gansos, pero más bonito. No abunda, pero existe en buena parte del mundo y ha sido habitación erótica de dioses, cuando Zeus sedujo a Leda, o símbolo del Cristo Blanco de los escandinavos. Su belleza, elegancia y blancura (excepto que en Australia hay cisnes negros, y en Argentina cisnes de cuello negro) lo han convertido en emblema de una pureza superior, desde mucho antes que los modernistas. Sor Juana elogió a Sigüenza llamándolo “dulce, canoro Cisne Mexicano”.

Su retorno en el siglo XIX vino de la mano de Baudelaire: “El cisne”, un poema en dos partes: “Un cisne que se había fugado de su jaula”, un poco como el albatros del viejo marinero de Coleridge, cambiando de especie y del mar a París, en otro orbe estético, donde la blancura y la gracia son ya crepusculares. Verlaine elogia la “pâleur de cygne” como elemento de belleza femenina.

Pero no sólo de allá se trajo Darío sus cisnes, sino de la influencia de Wagner: “Fue en una hora divina para el género humano. /El cisne antes cantaba sólo para morir”. Lohengrin llega en una barca jalada por un cisne. Queda fijada la idea musical y la asociación con su canto de muerte, el más hermoso. Lo dice Juan Ramón Jiménez, partícipe del Modernismo a contrapelo: “en que cisne tristísimo lanza treno muriente”. Verso raro, anticuado para nuestros días, pero de acentuación y metro intrigantes.

Prácticamente todos los modernistas adoptaron el simbolismo, e incluso se estableció la equivalencia entre el poeta y el cisne, hasta que Enrique González Martínez manda ponerle fin al exceso simbolista. No es él por propia mano, es un imperativo a los poetas: “Tuércele el cuello al cisne de engañoso plumaje /que da su nota blanca al azul de la fuente; /él pasea su gracia no más, pero no siente”. Sugiere en cambio al búho, pero la rebelión venía armada con otro ejército. El zopilote es inmortal. Nadie habla de la muerte del zopilote.

El cisne no es un gran volador. Su belleza es mayor en su deslizamiento acuático o su visibilidad estática: ese cuello, las curvas interrogantes, pero hay algo penoso cuando alza el vuelo o cuando aterriza y un poco menos cuando acuatiza. En una especie de bajo continuo, los modernistas mexicanos venían insertando otra fauna, oscura, siniestra. El zopilote es su contrario: majestuoso en el aire, donde casi no requiere de aleteo, e irreparablemente feo en tierra: el cuello y cráneo pelones, manchados de sangre y restos de carne, el ruido del crepitar de sus alas, los saltitos pavorosos con que ronda su carroña.

Fueron principalmente dos poetas de bigotes de aguacero y, para colmo, de nombres terminados en el más machacón agudo, quienes comandaron la subversión. Manuel José Othón y Salvador Díaz Mirón (uno de los “cisnes” celebrados por Darío). Y en dos idilios.

Primero, una discreta avanzada. Othón: “¿Por qué a mi helada soledad viniste / cubierta con el último celaje /de un crepúsculo gris?… Mira el paisaje, /árido y triste, inmensamente triste. /Vibra el zopilote en el espacio yerto /y el sol, al fin, su púrpura recoge”. (“Idilio salvaje”). Después, en el “Idilio” de Díaz Mirón, el zopilote gira y se desliza solo. No acompaña sino firma a las otras parejas que “se copulan con ansia que tienta”: la ovejita blanca, montada por el borrego de “lana mugrienta”, y la payita blanca, por el “cambujo patán”. La violencia erótica del poema habría desplumado a los cisnes. Pero el zopilote firma el poema: “y cual mácula errante y funesta /un vil zopilote resbala, /tendida e inmóvil el ala”.

Y antes del combate final y la victoria de los zopilotes, quiero extender una intuición: el “Idilio” de Díaz Mirón está escrito en su mayor parte con versos decasílabos heroicos (acentos forzados en 3ª, 6ª y 9ª), que empatan perfectamente con la música del Himno Nacional… ¿pero verdad que no es que quisiera señalar al zopilote como la verdadera insignia patria? Al fin, la victoria, con un espeluznante retorno a nuestros orígenes patrios, le corresponde a José Juan Tablada: “Cuando sacrificaban en el Templo Mayor /las alas de los zopilotes /oscurecían el sol”.

AQ

Google news logo
Síguenos en
Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de Notivox DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de Notivox DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
Laberinto es una marca de Milenio. Todos los derechos reservados.  Más notas en: https://www.notivox.com.mx/cultura/laberinto
Laberinto es una marca de Milenio. Todos los derechos reservados.
Más notas en: https://www.notivox.com.mx/cultura/laberinto