El esquema fenicio (disponible en Apple TV) resulta de una alquimia entre realidad y farsa. En tiempos antiguos, los fenicios controlaban el mundo a través del comercio. Construyeron con rutas y enclaves una red de poder que se sostenía sobre eso que llama Wes Anderson, director de El esquema fenicio, esclavitud en modo genérico.
Hay que subrayar, sin embargo, que en teoría de géneros la farsa no es ligera. Es uno de los géneros más altos porque tiene la misión de mostrar problemas concretos de la sociedad en que aparece. Almodóvar y Fellini son maestros de la farsa y en el teatro, Pirandello. Son artistas que destilan la crítica a través de una catarsis que produce risa, sí, pero por lo absurdo del sistema que está cuestionando. Y aquí, según leemos entre líneas en el epígrafe, el sistema colonial tiene nombre y apellido.

En El esquema fenicio, el director desmonta el pacto entre poder y moral y se ríe con nosotros del modo en que aceptamos ser engañados sin resistencia. Creemos la narrativa oficial en la televisión. Pero Wes Anderson produce en El esquema fenicio un robusto artificio para que el espectador sienta cómo, debajo de todo este arte, late una crítica comparable en profundidad al Twin Peaks de Lynch o Los hermanos Karamazov de Dostoievski.
En efecto, El esquema fenicio gira en torno a la familia disfuncional, el padre despótico, la moral opuesta de los hermanos y un Alexis Karamazov que en El esquema fenicio se ha transformado en una monja atribulada entre su amor a Dios y su deseo de poder. O tal vez no. El lugar geográfico de El esquema fenicio es vago: hay una comunidad cerrada y en apariencia apacible donde sólo la atención a los detalles romperá para nosotros la ilusión de santidad. En este plano narrativo, dicha ciudad se prepara para la firma de un tratado comercial.
Y aquí está la teatralidad que esperamos en Anderson. Hay, sin embargo, un segundo plano: sueños, ilusiones, recuerdos o tal vez visiones creadas en blanco y negro para contrastar con el flujo de color. En el roce entre estos dos elementos El esquema fenicio termina por ser una obra de arte visual de importancia estética y moral.
El color y su ausencia son lenguaje: los dorados evocan el poder y lo sagrado, los azules evocan los frescos litúrgicos y los púrpuras el lujo decadente de una trama que va desde el África hasta el Vaticano. El blanco y negro, en la parte "mística" de la película es la ilusión en el sentido más alto. Puede que sea un sueño, pero puede que sea una revelación.
Pero subrayémoslo: más importante que la materialidad de la película es el efecto, la sensación intransmisible que produce en el espectador atento; el que se ha dado cuenta de que El esquema fenicio responde a la lógica de un concierto hecho de movimientos en los que se cruzan el drama personal y el político, los diálogos son como música y la coreografía entre cámara y personajes parece bailar como un Nuréyev que salta tres metros de forma en apariencia casual.
Anderson tiene la frescura de un Mozart de madurez. Uno capaz de criticar la explotación del hombre por el hombre y reconstruir la fábula de Zaqueo, ese hombre que, en el Evangelio según Lucas, habiendo recibido a Jesús ofrece su fortuna para resarcir el mal que ha hecho. Por eso es tan importante el epígrafe: se habla de olivos. Y eso basta para sonreír y darnos cuenta de la seriedad de lo que está diciendo Anderson en este momento y en este tiempo. Y, además, con ternura hacernos reír.
AQ