Una vecindad con ocho departamentos en el corazón de la Ciudad de México y sus entrañables habitantes son suficientes para que Antolina Ortiz Moore traiga de vuelta una atmósfera sentimental, cultural y política que es a la vez el campo donde México dirime su ingreso a la plena modernidad. Corre el verano de 1951. Miguel Alemán gobierna con la malicia de un empresario, el petróleo augura el milagro económico y las mujeres salen a las calles exigiendo su derecho al voto. Esto es El día que no paró de llover (Tusquets): la representación de la consabida lucha, o complicidad, entre el individuo y eso que los antiguos llamaban las fuerzas de la historia.

No vaya a creerse que debamos ponernos serios; arrastrados, eso sí, por el flujo de la trama, despojados de toda voluntad e incómodamente cercanos a las vidas de esos habitantes que guardan, cada uno a su manera, un dolor, una ausencia, un miedo sin rostro, pero nunca con gesto de efigie de plazuela
Entreverados con sutileza, los recuerdos y desvelos de esa pequeña humanidad —un sobreviviente del Holocausto y otro de las tropas franquistas, un panadero, una empleada, una estudiante, una modista, un productor de radionovelas, una maestra y guionista, un niño fisgón y poliomielítico— están enmarcados por un devastador y ominoso acontecimiento: durante dos semanas, sin interrupción, la lluvia azota a la Ciudad de México provocando la congestión del drenaje que, como si jugara el papel de un indeseable mensajero, despide ahora los vapores de los cuerpos putrefactos de cientos —¿miles?— de mujeres desaparecidas. Los dramas individuales cobran así más espesor frente al luto —y el escándalo— colectivo.
Que Antolina Ortiz Moore vuelva la vista al pasado —recreado, resignificado, entre costumbrista y nostálgico— no significa una huida. Salvo las radionovelas y el danzón, dos elementos omnipresentes, su materia es de una irrespirable actualidad. Allá, en ese tiempo de promesas (el país se bajaba del caballo y ahora conducía un automóvil), como acá, cuando todo se pinta de rosa pastel (refinerías y trenecitos y verbenas y taparrabos y copal), los enterradores pasean confiadamente por las calles después de escuchar el sermón de la mañana.
El día que no paró de llover
Antolina Ortiz Moore | Tusquets | México | 2025
AQ