Cultura

Wes Anderson y el arte de contar como un acto de redención

Cine

‘La maravillosa historia de Henry Sugar’ convierte un cuento de Roald Dahl en un dispositivo cinematográfico hipnótico, donde la estética modular es también una ética de transformación.

La maravillosa historia de Henry Sugar es como un libro pop-up. De esos que abres y aparece una calle o una catedral. Wes Anderson se basó en un cuento de Roald Dahl para activar un universo narrativo: una arquitectura fílmica en que las voces se encadenan para contar cómo un hombre avaro se transformó.

Las capas narrativas podrían parecernos, muy al principio, miniaturas caprichosas. Pronto entendemos que estamos ante una epopeya que, más allá del realismo, aspira al asombro.

Primera escena: Roald Dahl (Ralph Fiennes) rompe la cuarta pared y se dirige al público desde su escritorio. Nos va a contar esta historia: un millonario, Henry Sugar (Benedict Cumberbatch), un día, paseando por su enorme biblioteca, encuentra un libro infantil. La muñeca rusa revela otra muñeca rusa.

En el cuento hay otro narrador: un médico hindú que conoció a un hombre que podía ver sin usar los ojos. Nuevo narrador: el freak de circo cuenta su historia con un ritmo frenético que ha conseguido que, en tres minutos, estemos ya metidos en cuatro diégesis inquietantes.

Todas están relacionadas, claro, pero hay algo modular en la forma de contar de Anderson que invita a que juguemos con el evento artístico. Como si estuviésemos ante un teatro litúrgico en que entran y salen los escenógrafos, acomodan el cuadro para el espectador. La puesta en escena es parte de la ficción.

Y no. No se trata de una ruptura brechtiana. Anderson está llevando esta técnica más allá. Las paredes: la casa del escritor, la mansión del millonario, el hospital en la India, el hombre ciego, son paredes que se doblan y multiplican.

Se habla a cámara, sí, pero además los personajes completan fragmentos narrativos y, a veces, incluso parece que nos responden, como si en un acto circense estuviesen adivinando lo que pensamos. La realidad es más real en el cine.

Se quiebra el yo metafísico del protagonista. El narrador es ya una constelación de voces que se roban la palabra y nos miran desde momentos particulares de su existencia. Henry Sugar no es ya un personaje, es un acto continuo de narrarse a sí mismo que combina a la perfección con el trasfondo yogui de la historia del hombre que aprendió a ver sin ver.

Es decir, lo que estamos viendo es parte de una estética ritual. Porque Anderson no quiere hacer cine de continuidad. Esto es un cuento, pero, como todo buen cuento, debe decir la verdad. El hombre más egoísta del mundo también merece, como en las historias de Dickens o Dostoyevski, la redención.

Es así como la estética está lejos de ser un adorno: es una ética artística que exige disolver el yo y transformarnos en el niño que abre un libro pop-up.

No es una invención aislada. Dogville lo logró en una parábola del descenso al infierno. Y la nave va, de Fellini, es el paradigma de este cine dentro del cine, una puesta en abismo fílmica en que el espectador es parte del artefacto, del entramado narrativo.

De modo que, más que una narración o una película, La maravillosa historia de Henry Sugar se vuelve el cuento de un hombre que se transforma porque, en un cuento que encontró olvidado, halló la verdad.

Es un pequeño milagro hecho para gente que, por cansancio o ansiedad, va al cine para olvidar. O se pierde en las redes, en un scroll infinito. Muchos lo hacen para conseguir desconectarse de la cotidianeidad y conciliar el sueño.

Pero Henry Sugar no está hecha para eso, para dormir, sino más bien para verla y soñar con un mundo en que existe la redención.

¿Dónde ver La maravillosa historia de Henry Sugar?

La película de Wes Anderson está disponible en Netflix.

AQ

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Laberinto es una marca de Milenio. Todos los derechos reservados.  Más notas en: https://www.notivox.com.mx/cultura/laberinto
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