Para Ana de Anda, el atractivo de los tianguis y ventas de garajes es quizá el menos valorado hoy en día; ya nadie vaga entre puestos, ni hay quien consiga algún cachivache en los objetos arrumbados de una casa. Lo sé porque Los relingos (FCE, 2025) es una serie de textos escritos, en su mayoría, cuando ambas estuvimos becadas por el Sistema de Apoyos a la Creación y Proyectos Culturales (antes FONCA), en el área de ensayo creativo. Su desarrollo se debe, primero, a la afición de Ana por lo viejo, lo inútil, lo que es en apariencia inservible; y segundo, al interés por el ensayo como un género que revalora lo que nadie toma en serio, ya sea por férrea decisión o simple desinterés.

Los relingos se compone de seis ensayos que se concentran en la arquitectura de los mercados de pulgas, las ansiedades de los coleccionistas, y los márgenes de la ciudad donde este tipo de intercambio es cosa de cada fin de semana. La voz de la ensayista es tangencial, como cuando habla de su abuela (“Casas hacia afuera”) o cuando descubrimos que el título del libro está anclado en una frase que le decía su papá para referirse a unos tenis viejos (“Vida y milagros de la ropa usada”). El resto de los textos hacen más bien una genealogía de lo que denominamos “basura”; o se concentran en la historia de vida de objetos, como fotografías enmarcadas, con un aparente valor sentimental ya borrado (“Historia de fantasmas”); o rememoran el espíritu acumulador que vive, de alguna forma, en todos nosotros.
Hay también un epílogo y una serie de hallazgos en los que la autora escribe, como si los ensayos fueran también una suerte de tianguis, algunos datos curiosos que descubrió mientras escribía: una bibliografía hecha ensayo hecho comentario. No podía ser de otra forma: quizá porque en la personalidad del ensayista siempre late una valoración de lo inútil, que permite explorar la vida cotidiana desde ángulos no solo olvidados sino, tal vez, nunca antes vistos. La virtud que encontró Ana de Anda es que los mercados de pulgas son el detonante para hablar de algo más grande que nosotros: la sobrevida que nos rodea a partir de lo que desechamos ya sea como basura o como algo que ya no queremos.
Si hay algo que reprocharle a este libro es que su publicación fuese dos años después de que ganara el premio José Luis Martínez de ensayo joven, una vez diluida la euforia por un ensayo que tratara los cachivaches desde una óptica literaria. Sé que Ana experimentó la venta en un tianguis y aunque lo menciona, lo cierto es que olvida muy pronto lo personal para centrarse en lo logístico o teórico:
Vender en un mercado ambulante como alternativa a la venta en solitario demanda cierta logística más allá de instalar una mesa en el jardín. Financiar un puesto ridículamente chico era la primera parte. No se trataba de una cantidad escandalosa, que además iba a dividirse entre seis, pero —pensábamos entonces— además de deshacernos de nuestras cosas, conseguir dinero era la motivación principal y, desconocedores del significado “inversión a largo plazo”, pagar por hacerlo nos parecía un poco menos que una estafa.
Recuerdo mi primer intento de venta de garaje (que en realidad sucedía en una banqueta fuera del edificio donde vivía): mi papá, urgido a que pronto aprendiéramos el valor financiero de ser nuestras propias jefas, nos dijo a mi hermana y a mí que juntáramos todas las muñecas, accesorios y hasta ropa que ya no utilizábamos pero que permanecían en buen estado, bajáramos la mesa infantil, e inauguráramos un puesto ambulante afuera del Vips de Eje cinco y Eje Central. Fue una experiencia similar a lo que De Anda cuenta en Los relingos, cuando funda su Sociedad del Acumulador Arrepentido. Ahora que lo pienso, aquella fue también la primera vez que nos enfrentamos a la indiferencia de quien piensa que vender en la calle es algo menor. De eso no hay nada en el libro. No tengo idea si logramos nuestro cometido (el uso desmedido de mi tarjeta de crédito me dice que no), pero esa vivencia se quedó anclada en mi memoria.
Uno de los ensayos mejor logrados es el de “Devenir colección”, una radiografía de lo que implica acumular objetos simbólicos o con algún valor artístico o histórico. Empieza recordando su trabajo dentro del Museo Trotsky en Coyoacán para indagar qué tan verídico es el origen de un objeto, por ejemplo, los lentes del ruso. Se trata de toda una conversación alrededor de lo auténtico, lo falso, lo real y lo que decidimos creer para construir una narrativa que nos satisfaga. En ese mismo ensayo De Anda trata de descifrar el origen de su propio afán por los objetos usados, por acumular cosas que prometen ya no la novedad sino la prolongación de la historia (la propia, claro, pero también de la ciudad).
Son muchas las virtudes de Los relingos. No solo está el asunto de lo que solemos olvidar (objetos, lugares, situaciones o personas), sino cómo eso nos confirma que hemos crecido y hasta madurado. La autora refiere una serie de escritores, como María Negroni o Carlos Monsiváis, que compartían ese espíritu aventurero, coleccionista y acumulador. Y es que si este libro es rico en algo, es en la cantidad de alusiones a otros materiales alrededor de la relación que mantenemos con los objetos que ya tuvieron una historia singular: pienso en la paca y las tiendas de segunda mano que ahora inundan todo Instagram.
A pesar de que varios ensayos ya habían sido publicados en una versión anterior a la que publicó el Fondo de Cultura Económica, hay algo en la escritura de Anda, en Los relingos, que sugiere estar frente a una observadora del mundo sin encantamientos.
Mariana Ortiz es ensayista y editora en Nexos.
AQ