Google eliminará de su calendario el mes del orgullo como una fecha predeterminada. Dará carpetazo a políticas de inclusión como efecto secundario de la suspensión del programa o marco organizativo mejor conocido por sus siglas en inglés DEI, Diversity, Equity and Inclusion, firmada por Donald Trump. En las fiestas Truck, que suceden los miércoles por la noche en el segundo salón del resucitado bar Stud sobre la calle Folsom, empleados del gigante tecnológico en calzones Nasty Pig sueltan rumores que también dejarán de dar relevancia a los criterios de búsqueda relacionados con la diversidad sexual.
Las noticias han prendido algunas alarmas en San Francisco que se manifiestan con la misma ansiedad que las compras de pánico. Yo solo puedo pensar que el desmadre en San Francisco era más excitante cuando había que salir a ganarse la bragueta de bar en bar y dar la última estocada en un retorcido sex club de focos rojos con una selección de música house retumbando en las bocinas. Mi favorito por ahí del 2002 era un sex club que se llamaba Mack Folsom Prison. Era fácil dar con su diminuta y morbosa puerta, ya qua estaba al lado de las fachadas rosa chicle de la tienda con productos de segunda mano Out of the closet, cuyos ingresos son donados a la lucha contra el VIH, de la cual aún no se diseña una vacuna. En ese entonces los jotos estábamos libres de las aplicaciones de encuentro con todos sus filtros de selección que solo dilatan nuestra insatisfacción.
El gran logro de las app fue que San Francisco se quedara sin sex clubs para homosexuales como el grandioso Blow Buddies y su tapanco de glory holes.
No solo es Google. Marcas de lujo, emergentes, tiendas departamentales de prestigio y cadenas de saldos, parecen estar dándole la espalda a los homosexuales después de exprimir nuestras carteras en nombre de la inclusión. Las banderas de arcoíris se acumulan en los sótanos, junto con los productos descontinuados que no salieron ni con 70 por ciento de descuento.
El efecto se siente como una ejecución kamikaze: deshacerse de un nicho altamente redituable justo cuando San Francisco va quedando vacío de comercios. La enorme sucursal de Bloomingdale’s sobre la avenida Market cerrará a finales de abril y los que más lloran su partida son los homosexuales que hoy abarrotan los probadores aprovechando los descuentos por liquidación y cierre de tienda.
Se siente como si la burbuja del dinero rosa empezara a desinflarse.
Quienes caen en la paranoia del capitalismo ahora al servicio de los intereses neoconservadores de Donald Trump, muchos activistas entre ellos, no reparan en el hecho de que San Francisco pudo consolidar su reputación de la capital gay del mundo sin patrocinios excepto por las sex shops de máxima intensidad, los estudios de porno gay como Treasure Island Media y la manteca para hornear Crisco.
Ahora bien, me pregunto si esos homosexuales, activistas, influencers, verdaderamente angustiados por el fenómeno de las marcas que hoy huyen en estampidas de los nichos gay en verdad les preocupa la homofobia consumista. Si algo produjo el auge del dinero rosa fue esa camada de charlatanería autodenominada como “consultores de marketing lgbtiq+”. Homosexuales mercachifles que ofrecían sus servicios a empresas particulares para tornarlas inclusivas. Sus cursos eran una retahíla de lugares comunes basadas en una bibliografía lamentable que poco beneficiaba a los homosexuales de la clase obrera y solo reforzaba la ambición del capitalismo salvaje. Nunca vi a uno de esos activistas mercenarios dando cursos de inclusión en maquilas de Ciudad de Juárez.
Me recuerda esa canción de los Dead Kennedys, “Kill the poor”, cuando Jello Biafra remolca la garganta en rabiosa ironía entonando “Ante el brillo del champán la tasa de criminalidad se ha ido. Siéntete libre de nuevo…”. Si se cambia la palabra criminalidad por homofobia para darse cuenta de lo oportunistas de las
cláusulas de diversidad de la iniciativa privada cuyo único objetivo es desactivar la fuerza comunitaria.
El dinero rosa aniquiló a todos aquellos homosexuales que nunca pudieron costearse ese estilo de vida llamado inclusión. Pero ahora que las marcas vuelven al encanto conservador de la publicidad heterosexualmente familiar, todos los jotos quedamos pobres frente a la derecha que se radicaliza a cada aliento.
Lo cierto es que por mucho tiempo los homosexuales pudimos sobrevivir sin la bendición manipuladora de las marcas “aliadas”, cuyo único logro fue transformar las marchas del orgullo en directorios de malls aspiracionales. Sin mencionar la epidemia de embajadores gays que prestaban sus caritas maquilladas de arcoíris haciendo énfasis melodramático en la importancia de abrazar la diversidad a cambio de mencionar y recibir productos frente a una webcam. Lo que a su vez desató guerras campales en tierras digitales, pues muchos querían recibir algún producto a cambio de emitir opiniones esperanzadoras, pero los lugares estaban limitados: “En un ambiente dominado por la competencia constante y la inseguridad, no es posible confiar en los otros ni proyectar un futuro a largo plazo”, dice Jennifer M. Silva en su libro “Coming up short: working-class adulthood in an age of uncertainty”.