
Empecemos por el final. El último tema del encore: en la pantalla apareció Charles Chaplin personificando a Adolf Hitler. Un close up sacado de ese extraordinario filme “The big dictator”. Mark Mothersbaugh, vocalista y miembro fundador de la banda, regresaba al escenario ahora con la máscara del “Boogie Man”, representación de un desafortunado hombre con malformación maxilar. Los sintetizadores de “Beautiful world” empezaron a sonar con ese artificio modulado en el futurismo ochentero: “It’s a wonderful time to be here, It’s nice to be alive, wonderful people everywhere, the way they comb their hair makes me want to say”, cantaba Mark con una voz distorsionada en comparación con la versión original. En el escenario la voz caía en un tono gangoso, inferior y torpe mientras Mark o mejor dicho el “Boogie Man”, cargaba una bolsa de donde sacaba una especie de pequeñas esferas de plástico que al rebotar provocaba destellos de colores que se esparcían sobre las cabezas de los asistentes. En la pantalla, después de Chaplin, las imágenes mostraban secuencias de las peores tragedias provocadas por los humanos del siglo XX y lo que va del XXI: la bomba nuclear cayendo en Hiroshima, el hombre frente al tanque de Tiananmén, disturbios, los del verano de Praga, la masacre de 1968 en México o aquellos provocados por la segregación racial en Estados Unidos de América. También se mostraron secuencias de los numerosos e infames tiroteos como los de Columbine y por desgracia tan comunes en USA por su inconcebible culto a las armas. Fragmentos de las últimas campañas presidenciales.
Por supuesto que era un gran momento para estar ahí. Devo en nuestras narices, maldita sea. ¿Cuántas veces no habíamos bailado “Whip-it” en fiestas caseras y discos gays? Qué gran dicha estar vivitos y coleando, inhalando poppers. Un par de lesbianas querían madrearnos a Jim y a mí. A la pareja de al lado. Hasta que un señor como Ernesto Alonso les dijo que se largaran y ellas obedecieron con el rostro pálido.
La euforia en el campo del parque Moosewood en Oakland, California, fue electrizante, alienada, contagiosa como una descarga eléctrica voluntaria. Como cuando un grupo de borrachos se agarran de las manos mientras el señor de los toques le sube al voltaje en una típica cantina mexicana. Risas descontroladas, gritos y baile mientras los visuales no paraban en recordarnos nuestra propia capacidad de destrucción y odio. Estábamos siendo parte de su colorido experimento.
Porque si alguien sabe de alineación social son los integrantes de Devo. El mismo nombre hace referencia al retroceso evolutivo que implica someterse al pensamiento de rebaño alrededor de una verdad indisoluble. La gran virtud de Devo ha sido la juguetona sutileza con la que disfraza el fatalismo de su conducta distópica desde su irrupción a finales de la década de los 70. A diferencia de otras bandas de post punk y new wave que concebían el futuro como una pasarela de moda extravagante hasta la madre de hombreras gigantes, Devo saltó a las estaciones de radio y escenarios con sus integrantes uniformados y hasta peinados en la misma geometría, eliminando así cualquier característica personal. Cierto que ese rechazo al narcisismo del rock ya lo había hecho Kraftwerk un par de años atrás. Pero su uniforme era más un discurso de estilo maquinal. Empleados de una fábrica de sonidos que usan la misma corbata todos los días por asuntos prácticos y cuya pericia luego replicarían los robots.
Los Devo también parecían empleados de una fábrica, pero en un rango menos privilegiado. Ellos atendían una planta nuclear en una ciudad donde el autoritarismo ya se ha instalado sin oponer resistencia. Esa fascinación por las instrucciones y la supuesta renuncia al pensamiento crítico se lee desde su primer álbum: “Q: Are we not men? A: We are Devo”. Con la imagen de un hombre sacado de la perfecta familia feliz, heterosexual y blanca de mitad de la década de los cincuenta del siglo pasado.
La tarde del 19 de julio, John Waters presentó a Devo en un regreso inesperado. Entre los músicos había algunos miembros originales como Gerald Casale. Después de los aplausos cargados de incredulidad, la batería disparó la primera canción: “Don’t shoot: I’m a man”. Debo confesar que si bien la emoción me arañaba las tripas también estaba angustiado. ¿Cómo sería ver a Devo con sus integrantes rebasando los 75 años? Pero el miedo se fue con la orina que empapaba mis calzones. Fue la excitación. Y que los baños estaban lejos de nuestro punto. Mark tenía una condición física envidiable. La fiesta comenzó. Fue interesante ver cómo canciones incorrectísimas como “Mongoloid” o “Jocko homo” no causaron inconformidad en un público. Devo era el acto principal de un festival que celebra la diversidad y corrección política llevada a la extravagancia con puestos de comida vegana y tés cósmicos. ¿Será que estamos entrando a una nueva etapa?
Para mi sorpresa “Whip-it” fue de las primeras canciones en aparecer. “Estamos presenciando un mundo horrible. Por eso, hoy más que nunca es imperativo decir que hay que azotarlo”, dijo Casale, quien también dirigió el icónico video. Aquello fue una orgía de baile y nostalgia. “Whip-it” es probablemente de las canciones más importantes de los 80 al lado de “Like a virgin”, “Take on me” o “Con todos menos conmigo” de Timbiriche. Jim y yo nos atascamos de besos al mismo tiempo que la pareja de lesbianas buscaban pleito. Sabrá Dios por qué se encabronaban.
También sonó una de mis favoritas, “Girl u want” y el mejor cover que se ha hecho en la historia del rock, “(I can’t get no) satisfaction” de los Rolling Stones.
Para cuando cantaron “Freedom of choice”, la mitad los asistentes ya llevábamos puestos nuestros domos de energía. Los famosos sombreros de Devo que inmortalizaron en su video de “Whip-it”. 60 dólares cada uno. Unos 1,120 pesos. Los Devo no son pendejos, entienden perfectamente el valor de la nostalgia alienada al capitalismo salvaje. Y nosotros caímos.
Mark Fisher tenía razón cuando aseguraba que el futuro se ha acabado. Que el presente no es más que un bucle que recicla la nostalgia por la incapacidad de crear nuevas tendencias. Pero creo que Devo es una excepción. Siendo de una ciudad como Akron, Ohio, los Devo entendieron rápido que el autoritarismo distópico es una amenaza permanente porque el sueño americano se ha construido en una obsesión paranoica por el orden y los instructivos en cada producto que consumen, y sin los cuales el americano puede perder el motivo mismo de su existencia.
Casi un mes de la presentación de Devo, fuerzas de la Guardia Nacional fueron desplegadas sobre las calles de Washington DC como respuesta extrema al desorden, caos y crimen que supuestamente afecta a la capital federal.
Vivimos en un hermoso mundo, sin duda.