La inteligencia artificial ha dejado de ser una curiosidad de laboratorio para convertirse en un motor real de eficiencia dentro del sistema de salud. Su promesa central es inaugurar una era de abundancia, donde las pruebas diagnósticas y las terapias sean tan asequibles que la palabra costo deje de ser sinónimo de exclusión. En México, donde buena parte del gasto de bolsillo se destina a medicamentos y estudios de alta especialidad, la automatización de procesos clínicos y administrativos puede significar la diferencia entre un diagnóstico oportuno y la demora fatal. Algoritmos que interpretan imágenes radiológicas en segundos, robots que preparan dosis oncológicas con precisión micrométrica y plataformas que predicen desabasto de insumos permiten aprovechar cada peso público y privado con mayor impacto en la salud de la población. Para un sistema que opera bajo restricciones presupuestales crónicas, liberar recursos mediante la reducción de errores y la asignación óptima de personal se traduce en más camas disponibles, más terapias aplicadas y más consultas resueltas en el primer nivel.
Sin embargo, la promesa tecnológica sólo se materializa cuando se acompaña de una reingeniería organizacional. Aquí entra en juego la creciente integración vertical de actores que hasta hace poco operaban de forma aislada. Las fusiones entre aseguradoras y redes de farmacias en Estados Unidos animaron a los grupos mexicanos a explorar modelos donde el financiamiento, la atención y la dispensación de fármacos compartan objetivos alineados. Si el pagador es parte de la misma estructura que los proveedores y las farmacias, el incentivo no es autorizar el mayor número de estudios, sino garantizar intervenciones que realmente prevengan complicaciones costosas. Aunque algunos temen la concentración de mercado, la clave está en que la autoridad regule la transparencia de precios y la interoperabilidad de datos para evitar prácticas monopólicas y asegurar que la información fluya hacia donde genera valor clínico.
La integración no se limita al sector privado, el reto para las instituciones públicas mexicanas es consolidar los múltiples padrones de beneficiarios, los expedientes electrónicos fragmentados y las casi doscientas plataformas de compra que hoy conviven sin coordinación. La Comisión Nacional de Salud Digital ya ha iniciado el diseño de un estándar de interoperabilidad que permitirá, en teoría, que el cardiólogo del ISSSTE revise el ultrasonido realizado en una clínica del IMSS Bienestar en una comunidad rural. Esa visión requiere voluntad política, pero también incentivos para que cada entidad ceda protagonismo en favor de un ecosistema común. De lo contrario, la inteligencia artificial trabajará con datos incompletos y perpetuará las brechas de cobertura.
Otro elemento indispensable para consolidar esta era de abundancia es la formación de talento; la predicción de que las escuelas de medicina adoptarán un modelo de educación gratuita y universal no es fantasía: responde a la necesidad de proveer especialistas a regiones donde hoy escasean. México, con más de veinte facultades públicas, podría liderar un plan piloto donde las cuotas y becas se sustituyan por financiamiento condicionado a la práctica en zonas de marginación. Liberados de la presión de pagar préstamos, los egresados elegirían su trayectoria por afinidad y vocación, no por la promesa de ingresos inmediatos. Además, una estructura de formación sin barreras económicas atraerá perfiles diversos que enriquecerán la práctica clínica con perspectivas culturales y lingüísticas mejor alineadas a la realidad nacional.
El financiamiento de esta educación universal puede provenir de un fideicomiso mixto que incluya recursos federales, aportaciones de estados con déficit de especialistas y un gravamen mínimo a las pólizas de seguros privados de alta gama, bajo la lógica de que el capital humano robusto beneficia a todo el sistema. A cambio, las universidades deberán incorporar asignaturas de ciencia de datos, ética algorítmica y gestión de salud poblacional para que los nuevos médicos se muevan con soltura en un entorno digital. La práctica clínica de 2035 no premiará al memorista de manuales, sino al profesional capaz de interpretar paneles de biomarcadores en tiempo real y traducirlos en planes de atención comprensibles para el paciente.
Esta convergencia tecnológica y educativa redefine la relación médico-paciente, con pruebas de laboratorio accesibles en minutos y plataformas que ofrecen segundos diagnósticos basados en millones de casos previos, la consulta presencial se transformará en un espacio de deliberación compartida. El médico actuará como curador de opciones, ayudando a la persona a navegar un mar de información que, sin guía, podría resultar abrumador. Para no repetir viejos vicios paternalistas, será crucial fomentar la alfabetización sanitaria: enseñar a las personas a interpretar sus propios datos, a cuestionar la validez de las fuentes y a participar en la selección de sus tratamientos. Así se evita que la abundancia de información derive en sobreutilización de servicios o en la adopción acrítica de terapias sin respaldo científico. México tiene ante sí la oportunidad de capitalizar la promesa de la automatización y la integración vertical para transitar de un sistema de cuidados reactivos a uno prospectivo y centrado en la persona. La ruta exige inversión en infraestructura digital, marcos regulatorios ágiles, alianzas público-privadas transparentes y un rediseño de la educación médica que responda a las demandas del siglo XXI. Si se logra, el 2035 no será apenas un ejercicio de imaginación futurista, sino la consolidación de un modelo de salud abundante, sostenible y equitativo, donde la tecnología libera recursos y la inteligencia humana se concentra en lo que ninguna máquina puede reemplazar: la comprensión profunda de la experiencia humana de enfermar y sanar.