La incorporación del abogado Vidulfo Rosales a la Suprema Corte de Justicia de la Nación (que todavía requiere de confirmación oficial) puede ser valorada con perspectiva de vaso medio lleno o de vaso medio vacío.
No son opciones igualmente posibles: la larga trayectoria de Rosales apunta a que su experiencia aportará un enfoque de derechos humanos en la nueva SCJN, mientras que el escenario pesimista se alimenta del prejuicio y las malas experiencias que han dejado otros activistas que se han vuelto funcionarios públicos.
¿La lucha sigue o la lucha cede ante el poder? Ahí está el dilema.
La visión positiva es que la experiencia y el aprendizaje reunidos por la larga caminata de este guerrerense me’phaa podrán ser un importante aporte a un órgano en el que las causas sociales y las comunidades indígenas no tenían representación y que ahora, en su nueva conformación encabezada por el mixteco Hugo Aguilar, hace la promesa de una justicia que se alinee con las luchas de los pueblos originarios.
La mirada negativa sería que Rosales está cediendo a una cooptación estratégica por un Poder Judicial, en busca no de justicia sino de una legitimación que pasa por neutralizar la crítica desde fuera de las instituciones.
El vaso medio lleno
Algunos acusan a Rosales de abandonar al Centro de Derechos Humanos de La Montaña Tlachinollan, a pesar de haberle dedicado 24 años de su vida. Su director, el respetado Abel Barrera, sin embargo, declaró a la prensa que espera que su excolaborador contribuya a “que la administración de justicia no tenga sesgos y que sea precisamente tomando en cuenta esta perspectiva intercultural, esta perspectiva desde los derechos humanos, la máxima protección de los derechos a las víctimas y obviamente todos los temas sensibles”.
Nacido en 1977 en la comunidad de Totomixtlahuaca, en el municipio de Tlacoapa, en la región más pobre de la República Mexicana, y formado en Derecho por la Universidad Autónoma de Guerrero, Rosales ha dedicado su carrera a la defensa de las personas más vulnerables, enfrentando fuertes presiones, riesgos e incluso amenazas contra su vida.
Tras la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa, el 26 de septiembre de 2014, Tlachinollan responsabilizó a Rosales del acompañamiento legal de los familiares. A lo largo de más de una década, su labor fue incansable, denunciando tanto la mentira histórica del gobierno de Enrique Peña Nieto como el descarrilamiento de la investigación que provocó el ejército en el sexenio de Andrés Manuel López Obrador.
En este lapso, Rosales ha enfrentado sucesivas campañas de desprestigio, destinadas a romper su relación con las víctimas y a romperlo emocionalmente. Llegaron incluso al grado de manipular audios para que pareciera que él, un me’phaa que abandera la lucha indígena, se burlaba del origen étnico de las madres y los padres a los que representaba.
Lo han denunciado, por ejemplo, por haber “cobrado” 10 años por la causa Ayotzinapa, a pesar de trabajar con un sueldo bajo para una organización con pocos recursos, y como si viviera en una mansión, ostentara un reloj millonario e hiciera viajes aéreos transcontinentales en clase ejecutiva.
En su comunicado de despedida, Rosales expresó su deseo de continuar la lucha social desde “otras trincheras”: sería una apuesta por ejercer influencia desde el interior de las estructuras de poder, para beneficio de las mayorías empobrecidas de México.
El vaso medio vacío… o vaciado
Hay quienes de un plumazo, descalifican las décadas de lucha de Rosales: no les sirven para preguntarse sobre cuáles pueden ser sus intenciones.
Se abren paso así la sospecha, la desconfianza aguda y generalizante, la certidumbre de que todo lo que toca el poder se pudre de inmediato, aunque eso signifique renunciar a usar el poder para mejorar las cosas.
Y por aquí se acomodan también los enemigos de las causas indígenas y sociales, interesados en desprestigiar a todas sus figuras, en particular a un activista al que han atacado tantos años, pero se les ha escapado.
Desde estas posturas, la incorporación de Rosales sería una jugada política clave para legitimar a una SCJN cuestionada por su origen en una reforma judicial rechazada por la oposición, y en un proceso electoral denunciado por sus acordeones.
Al atraer a una figura que goza de un amplio capital moral, Hugo Aguilar buscaría contrarrestar las críticas sobre la politización de la Corte, apropiando el prestigio de la sociedad civil y asociando a la nueva SCJN con la causa popular y el activismo histórico. Así estaría intentando transformar un evento controvertido –la reforma judicial– en un símbolo de un nuevo comienzo, de una justicia que, ahora sí, está en sintonía con las demandas del pueblo.
Filias y fobias
Quizás algo de esto último sea cierto: que Aguilar esté intentando profundizar el significado de este cambio epocal de la justicia en México poblando la Corte con personas comprometidas que puedan lograr un verdadero nuevo comienzo. Algo en lo que es posible pensar que Rosales encajaría bien.
También es posible que no sea así. En este momento, a falta de más datos, cada quien puede escoger su versión del futuro, acorde con sus filias y sus fobias, y con su visión optimista o pesimista de la vida y la política.
Todavía no lo sabemos. Pero si aceptamos valorar a partir de datos duros, las décadas de carrera de Vidulfo Rosales no pueden ser borradas o relativizadas a contentillo.
Puede tratarse, sí, de una mala jugada de Hugo Aguilar… o de una muy buena, que muestre su intención de hacer bien las cosas en la SCJN.
Todo es posible. ¿Qué futuro queremos imaginar?