Se casan Taylor Swift y Travis Kelce y el mundo se detuvo por un momento —sí, hasta Donald Trump reaccionó, y sorprendentemente de una manera cordial—. Sé que la reacción de millones de personas es asegurar que esto no interesa en absoluto, pero seamos honestos: cientos de millones que sí lo celebran son más que suficientes como para que valga la pena hacer una pausa y observar todos los encuentros culturales, digitales, de mercadotecnia y hasta empresariales a los que también se les dio el “sí” con esta historia de amor.
Las marcas no tardaron en sumarse. Starbucks interrumpió el lanzamiento de su temporada de Pumpkin Spice Latte para preguntar si de verdad se podía hablar del café “como si nada hubiera pasado”. El restaurante Panera retomó el chiste sobre el pan que hizo Taylor en el pódcast de Travis (It’s a Loaf Story). Y supermercados enseguida hicieron ofertas de “regalar el pastel”. En fin, un romance hecho para vender cosas ajenas con memes.
Pero la verdad es que esta historia de amor, con sus expectativas, contratos, opiniones y planeación, merece ser —además de celebrada por los fans— estudiada desde todas las vertientes posibles. La idea de una “unión formal” entre la NFL y la artista más exitosa de la industria musical es asunto de éxtasis para muchos y de furia para otros. Podemos documentar cada reacción, fotografía y meme, lo cierto es que estamos ante el equivalente contemporáneo de las bodas reales. Un acontecimiento que trasciende fronteras.
Solo que hay un giro delicioso, más aún porque sabemos que Travis está feliz con ello: la novia, como suele ser con ella, brilla, triunfa y es protagonista de todas las narrativas. Ella literalmente ha escrito y hasta regrabado su propia historia en canciones. La boda puede sonar a “cuento de hadas”, pero es lo último que define a sus protagonistas.