Acabé el documental y el libro —publicados casi al mismo tiempo— sobre Charlie Sheen y sigo con sentimientos encontrados. La historia de Carlos Estévez (su verdadero nombre) es una con la que crecimos muchos, y que en demasiadas ocasiones disfrutamos, cuando en realidad no debimos.
Ahora, con ocho años de sobriedad y dispuesto a “contarlo todo”, solo puedo desear que esa sobriedad dure para siempre. Hacer público lo que lo tenía aprisionado emocionalmente —y en más de un caso, literalmente extorsionado— quizá sea su mejor camino para sostener su recuperación.
Ojalá logre finalmente liberarse de los demonios de las drogas y la compulsión destructiva que describe con dolorosa precisión en más de tres horas de docuserie en Netflix y 365 páginas de libro.
No, no conozco a Charlie (más que por un par de entrevistas), y tal vez parezca pose decir que me afecta en lo personal. Pero quienes hemos amado o convivido con un adicto reconocemos las señales. Sheen hace todo con potencia nuclear, incluso su etapa de reparación.
Por eso estas confesiones importan: podrían salvar varias vidas si llegan a la persona adecuada en el momento justo. Claro, también temo por él, porque me recuerda demasiado a otros que he conocido.
De las muchas revelaciones me quedo con una: no su sexualidad ni sus anécdotas de Hollywood —aunque varias de esas las disfruté profundamente —, sino la certeza de que la familia puede serlo todo.
Martin Sheen nunca se rindió con su hijo, de hecho, toda su familia merece el reconocimiento.
Eso incluye a su exesposa Denise Richards, aunque sé que —trágicamente— que a veces ni ese apoyo basta contra el monstruo de la adicción, pero ver ese nivel de amor, en días tan oscuros, sí es esperanzador.
