Viendo los primeros capítulos de la serie Amanda Knox: Una historia retorcida en Disney+ no puedo dejar de pensar cómo este caso, que acaparó titulares en todo el mundo en 2007, mueve todas esas fibras que tanto funcionan en la televisión global y en la mexicana. Para quien no recuerde, Amanda Knox era solo una chica estadunidense de 20 años que estudiaba en Italia cuando su compañera de casa fue brutalmente asesinada. Amanda pasó cuatro años en prisión siendo considerada culpable del terrible hecho, hasta que sus abogados —y la embajada de su país— lograron liberarla.
Recuerdo haber reportado sobre el caso en el noticiario en el que trabajaba, y recuerdo cómo la primera información que surgió desde Italia no dejaba la menor duda sobre lo que había pasado. Cosa que, con pruebas y el tiempo, ha quedado descartada como la verdad, con la excepción de uno que otro europeo que aún no lo cree. Así que tenía mucha curiosidad de ver esta historia en pantalla, en particular porque Amanda es quien ahora la cuenta, y Monica Lewinsky es la productora.
Independientemente de que la historia está muy bien narrada, aunque sea desde la perspectiva de Amanda, con lo que me quedo es con el poder que estas dos mujeres tuvieron que arrebatarle al mundo: a los titulares, al sensacionalismo, a esa versión de los hechos con la que nos hubiéramos quedado si los mismos paradigmas sobre lo que “debemos ser las mujeres” a finales de los 90 y principios de siglo siguieran operando. Eso, en sí, ya es un triunfo. Y si tomamos en cuenta cómo es que ellas están usando el “entretenimiento” para dejar claro cómo quieren ser recordadas, pues mejor para ellas. A fin de cuentas, fueron destruidas por millones de opiniones, de voces y de medios que las presionaron en honor al entretenimiento mismo.