“El niño estaba en brazos de su madre. Tenía la mirada fija, la ropa ensangrentada. Lo que vi esa noche, aún después de dos años, está en mi mente. No tuve tiempo de procesarlo. Había que levantar los indicios, dar parte, asegurar la zona. Había que seguir”.
Esa es una historia que muchos policías en México podrían contar, mientras que al mismo tiempo poco se habla del impacto emocional. Pareciera que el silencio es normal. Que uno debe adaptarse. Que el cuerpo y el corazón se endurecen, hasta que se deja de decir. Que no se puede ser sensible, y mucho menos sentimental, porque te derrumbas. Hay que seguir como si nada, como si el alma pudiera desconectarse del cuerpo, ponerse en pausa y luego regresar sin consecuencias.

Hay que acudir a reconocer a compañeros asesinados y comprender que “el nuevo” no viene a suplir a ese que ya no llegará al turno. Hay que contener al ciudadano que entra en crisis y que a la vez desprecia al policía. Hay que sentarse en el banquillo de los interrogados durante las evaluaciones y justificar en qué se gastó hasta el último peso. Hay que vivir los cambios institucionales y políticos con incertidumbre. ¡Qué vida tan estresante!
Y de pronto, en una conversación con un buen amigo policía de Estados Unidos, lo entendí cuando me dijo: “Eso no es estrés. Eso es trauma”.
El estrés es una respuesta del cuerpo ante la exigencia. Puede ser intenso, incluso agudo, pero es pasajero. El cuerpo lo procesa. El trauma, en cambio, no pasa. Se queda. Se convierte en una herida profunda que afecta la memoria, la conducta, la forma de ver el mundo. No se cura con descanso. No se disimula con disciplina.
A veces uno piensa que es parte del trabajo. Que solo era estrés. Pero no. El trauma se instala. Se disfraza de silencio, de reacciones impulsivas, de insomnio, de aislamiento… o de alcohol. Se convierte en esa sombra que siempre acompaña pero nadie ve.
Las y los policías en México enfrentan realidades profundamente violentas: cuerpos mutilados, amenazas, balaceras, niños caídos, compañeros y amigos caídos. Se vive sin tregua, sin pausa, sin la posibilidad –y muchas veces sin las ganas– de detenerse a sentir. Porque sentir, en este contexto, parece una debilidad. Y aun así, deben cumplir con evaluaciones psicológicas de control y confianza.
Por no decir ninguna, son pocas las instituciones policiales que cuentan con servicios psicológicos suficientes, cercanos y continuos. ¿Cómo se le puede pedir estabilidad emocional a alguien que jamás ha tenido un verdadero acompañamiento emocional? ¿Cómo se exige equilibrio mental a quienes han aprendido a hacer del silencio su principal coraza?
No podemos seguir normalizando que las y los policías vivan con traumas no atendidos. La salud mental no es un tema accesorio: es un componente crítico de la seguridad pública. Es tiempo de dejar de pensar que esto “viene con el uniforme” y comenzar a verlo por lo que es: una herida institucional y humana que necesita atención inmediata.
Porque no se puede construir paz desde el dolor.
Porque no se puede exigir seguridad a quien no se siente seguro ni consigo mismo.
Y porque no se puede cuidar a una sociedad sin cuidar primero a quienes están dispuestos a dar la vida por ella.