En 2007, policías federales tocaron la puerta de un domicilio en Michoacán. Tenían información de que ahí se escondía un líder delictivo generador de violencia. Al ingresar, sometieron a un hombre de unos 50 años al que interrogaron sobre el criminal que buscaban. El sujeto se identificó con el apellido Calderón y aseguró que era familiar del presidente en turno.
Los mandos federales sabían que tenían que ser firmes, pero también cuidadosos: confirmaron con la Ciudad de México, verificaron su credencial y revisaron las líneas de investigación que llevaban. El resultado fue contundente: sí era familiar del presidente, pero no tenía vínculo alguno con actividades criminales. Se habían equivocado.
“¡Sálganse pendejos!”, fue la instrucción que recibieron. “A ver si no nos corren a todos”, dijo otro de los mandos. Pero no los corrieron. Al contrario: esos mismos mandos fueron quienes en 2015, ya en otro sexenio, participaron en la detención de Servando Gómez, “La Tuta”. El presidente de entonces sabía que se trataba de policías profesionales, que estaban trabajando y que no podía tirar por la borda años de experiencia y trabajo.
Ese episodio ilustra por qué resulta poco creíble la narrativa que años después difundió el propio Servando Gómez. A diferencia de otros capos, “La Tuta” solía publicar videos para defenderse y, en uno de ellos, acusó a Luisa María Calderón, hermana del presidente Felipe Calderón, de haber buscado un acuerdo con su organización durante las campañas de 2011 en Michoacán.
El contexto ayuda a entender lo absurdo de esa acusación. En 2011, la persecución contra la delincuencia en Michoacán estaba en uno de sus puntos más álgidos. Apenas ese mismo año, Jesús “El Chango” Méndez, uno de los fundadores de La Familia Michoacana, había sido capturado tras una investigación meticulosa que lo llevó de un hotel en Jalisco hasta un ropero en Aguascalientes, donde intentó esconderse pese a sus más de 110 kilos de peso.
Los mismos policías que lo siguieron, y que años después lograrían capturar a “La Tuta”, sabían bien lo que significaba enfrentarse cara a cara con un grupo criminal que no conocía límites. Incluso el propio Servando Gómez esperaba al menos un golpe de venganza al ser detenido, porque él mismo había asesinado y dejado los cuerpos de doce policías en una autopista de Michoacán en 2009. Un golpe que nunca llegó, porque en vez de la revancha eligieron la justicia.
Por eso, desde la lógica y desde la evidencia, las versiones de pactos se desmoronan. No se detuvo a “La Tuta” durante el sexenio de Calderón porque el tiempo no alcanzó, porque su sistema de comunicación era encriptado y porque el territorio era complejo. La captura se dio después, con el mismo grupo de mandos y policías, sin que existiera contraindicación política entre un sexenio y otro.
A quienes más absurdo les parece el testimonio de un criminal, al que en medios se le dio seriedad tras su extradición, es precisamente a esos mismos policías federales que lo persiguieron, combatieron y finalmente detuvieron. Porque ellos saben que durante ese tiempo las instituciones lograron detenciones y abatimientos de líderes criminales como Nazario Moreno González, “El Chayo”; Jesús Méndez Vargas, “El Chango Méndez”; Dionisio Loya Plancarte, “El Tío”; y José Luis Valencia Arzate, “El Chucky”, este último recordado por las mantas con las que amenazó a esos mismos mandos federales.
La ofensiva instituciona no dio tregua al crimen.
¿En serio puede sostenerse que el presidente que más combatió a esas organizaciones mandara a su propia hermana, Luisa María Calderón, a pactar con ellas? Sería un contrasentido histórico y una ofensa a la lógica. A veces, las mentiras del crimen buscan instalarse como verdades porque su eco genera ruido. Pero los hechos, las capturas, las sentencias y la memoria de quienes dieron la vida en esa lucha son la prueba más contundente de que no hubo tregua ni pactos.