Política

El linaje criminal que no resistió dos generaciones

  • Seguridad ciudadana
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  • Sophia Huett

Durante más de cinco décadas, su nombre fue un fantasma. Nunca apareció en fotografías, nunca dio entrevistas, nunca se dejó ver en arrestos espectaculares ni en audiencias con grilletes. Estaba en todas partes, pero nadie podía tocarlo. Mientras otros caían con operativos mediáticos, él permanecía. Año tras año, sexenio tras sexenio. Intocable.

Su carrera comenzó cuando México aún no era escenario del tráfico masivo de drogas sintéticas. Su generación se formó en el trasiego de marihuana y amapola, con rutas rudimentarias y complicidades locales. Pero con el paso del tiempo, su estructura se sofisticó: dejó de ser campesino y se convirtió en empresario del crimen. Convirtió su organización en una red continental de transporte, lavado, producción y violencia. Supo cuándo callar, cuándo aliarse, cuándo desaparecer. Mientras sus socios se exhibían, él se volvía más sombra.

No era un pistolero. Era estrategia pura. Entendía el negocio como pocos. Y también entendía el valor de la familia, al menos en términos funcionales. Tuvo varios hijos, a quienes fue colocando en piezas clave de su estructura. Uno fue responsable del flujo de cocaína por el Pacífico. Otro fue enlace financiero. Uno más terminó pactando con la justicia del norte y testificando contra antiguos aliados. Otro, el más joven, fue detenido muy joven y liberado tras pocos años. Su red familiar fue parte de su éxito. Y también, como suele ocurrir, de su caída.

Porque el crimen, incluso cuando es silencioso, no es eterno. Su salud se deterioró, su edad pesaba, y las nuevas generaciones no compartían su paciencia. La guerra por el control de la organización creció desde adentro. Se formaron facciones. Hubo traiciones. Uno de los suyos, aparentemente, lo entregó a cambio de favores con la justicia. Lo capturaron fuera de su país, sin balas, sin persecución. Como se cae un imperio: por dentro.

Durante un año se mantuvo en silencio. Se aplazaron sus audiencias. Nadie sabía si iría a juicio o si negociaría. Hasta que finalmente habló. No frente a las cámaras, pero sí frente a la justicia. Se declaró culpable de todo: de haber dirigido una red de tráfico, de haber ordenado crímenes, de haber corrompido estructuras enteras. No buscó librarse de la condena: aceptó la cadena perpetua. Pero quiso decidir el tono de su final.

No pidió indulgencias. Pidió un trato que le diera control sobre sus condiciones. Un cierre digno, a su manera. Y en esa decisión no hay remordimiento: hay cálculo. Como toda su vida.

Hoy, su nombre aparece por fin en registros oficiales. No como sospechoso, no como prófugo. Como confeso.

El caso no explica todo lo que está mal. Pero sí ilumina un patrón: la capacidad de ciertos personajes para moverse entre vacíos del sistema, aprovecharse de los ritmos lentos del Estado y ocupar espacios que otros descuidaron.

No fue invencible, solo constante. Mientras el poder cambiaba de manos, él se mantenía. No fue más listo que todos, pero sí más paciente.

Este no es el relato de una caída espectacular. Es el de una retirada larga, silenciosa y estratégica. Es la historia de alguien que supo leer los tiempos y eligió cuándo terminar. Lo que deja atrás no es solo una organización fragmentada. Es el símbolo de que incluso el poder más prolongado tiene un límite.

Y tal vez eso sea lo que más vale la pena contar: que la impunidad, por más larga que sea, no es para siempre. Aunque a veces parezca lo contrario.


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Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de Notivox DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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