Cuando los helicópteros Black Hawk surcan cielos extranjeros, el mundo sabe que Washington decidió intervenir más allá de sus fronteras. Bajo el argumento de la “seguridad nacional”, la “defensa de la democracia” o la “guerra contra las drogas, los cárteles y el terrorismo”, Estados Unidos ha desplegado su músculo militar para cazar presidentes incómodos, narcotraficantes intocables y terroristas globales.
En esas operaciones se juega su imagen de superpotencia, pero también se revelan las contradicciones de un país que interviene selectivamente según el cálculo coyuntural del jefe máximo del momento. A veces tienen suerte en apoderarse de enemigos o acomodar mandatarios convenientes, en ocasiones salen por la puerta trasera dejando tras de sí un tiradero y platos rotos.
Ahora México ha prendido focos de alerta porque Donald Trump ordenó un despliegue de buques con 4 mil soldados en aguas caribeñas colindantes con Venezuela. La Casa Blanca ha deslizado que la operación incluye un submarino nuclear, aviones de reconocimiento P8 Poseidon, varios destructores y un barco equipado con misiles. El objetivo: utilizar “todo su poder” contra el presidente Nicolás Maduro, a quien considera el líder del Cártel de Los Soles. Un pillo de siete suelas.
Aquí una retrospectiva de algunas incursiones emblemáticas para capturar –o eliminar– a líderes políticos, terroristas o narcotraficantes. Así se mete el Tío Sam en casa ajena.
Manuel Noriega: Panamá, 1989
La madrugada del 20 de diciembre de 1989, la capital panameña amaneció con los cielos iluminados por fuego. Washington desplegó 27 mil soldados en la operación Causa Justa para capturar a Manuel Antonio Noriega, dictador panameño, aliado de la CIA durante la Guerra Fría y convertido luego en estorbo.
El argumento oficial fue “proteger la vida de los ciudadanos estadounidenses en Panamá” y asegurar el Canal interoceánico. En realidad, Noriega había caído en desgracia por su cercanía con el narcotráfico y porque negociaba con Cuba y Nicaragua.
Tras varios días escondido en la Nunciatura Vaticana, Noriega se entregó. Fue trasladado a Miami, donde recibió una condena de 40 años por narcotráfico. La invasión dejó, según organizaciones locales, al menos 3 mil muertos y un país traumatizado. Washington mostró que podía derrocar y capturar a un jefe de Estado en el patio trasero latinoamericano en cuestión de días.
Pablo Escobar: Colombia, 1993
El 2 de diciembre de 1993, en un tejado de Medellín, cayó el hombre que había desafiado al Estado colombiano y al propio Estados Unidos: Pablo Emilio Escobar Gaviria, líder del Cártel de Medellín.
Aunque el operativo lo ejecutó el Bloque de Búsqueda de la Policía Nacional de Colombia, detrás estaba la inteligencia estadounidense: la CIA y la DEA entrenaron, financiaron y aportaron tecnología de rastreo para localizar sus llamadas telefónicas.
Escobar murió a tiros, con un disparo final en la cabeza. Para Washington fue una victoria clave en la “guerra contra las drogas”, pero el negocio no desapareció: se fragmentó en múltiples cárteles y dio paso a la hegemonía del Cártel de Cali, primero, y a las organizaciones mexicanas después.
Saddam Hussein: Irak, 2003-2006
El 13 de diciembre de 2003, en una granja cercana a Tikrit, a 140 kilómetros de Bagdad, soldados estadounidenses encontraron escondido en un agujero subterráneo a Saddam Hussein, el tirano que había gobernado Irak durante más de dos décadas. El operativo Madrugada Roja (‘Red Dawn’) coronaba la venganza de George W. Bush, quien justificó la guerra con la existencia –nunca probada– de armas de destrucción masiva.
La captura fue presentada como un triunfo total: las imágenes de un Hussein barbudo y desorientado, sometido a revisión médica por soldados estadounidenses, dieron la vuelta al mundo. En 2006 fue ejecutado en la horca debido a la decisión de un tribunal de su país, pero el juicio fue cuestionado por su dependencia de la ocupación militar inglesa y del país norteamericano.
La intervención, sin embargo, dejó un saldo mucho más oscuro: 200 mil civiles muertos, un país fracturado, la insurgencia fortalecida y la escalada posterior de un Estado Islámico. Hussein fue capturado, pero la “victoria” se convirtió en una guerra interminable.
Osama bin Laden: Pakistán, 2011
El 2 de mayo de 2011, un comando de la Navy SEAL Team Six voló desde Afganistán hacia Abbottabad, Pakistán, sin notificar al gobierno de Islamabad. Durante años, la CIA había rastreado a Osama bin Laden, líder de Al Qaeda y responsable de los atentados del 11-S.
La operación Lanza de Neptuno (‘Neptune Spear’) duró apenas 40 minutos: irrumpieron en su complejo fortificado, abatieron a Bin Laden y recuperaron documentos de inteligencia. Su cadáver fue lanzado al mar de Arabia bajo el argumento de evitar que su tumba se convirtiera en un santuario.
El presidente Barack Obama anunció al mundo: “se ha hecho la justicia”. La operación fortaleció su presidencia, pero también tensó las relaciones con Pakistán, que se vio humillado por no haber detectado al terrorista más buscado, quien vivía a metros de una academia militar.
El derrocamiento de Muamar Gadafi en Libia (2011), la captura de Khalid Sheikh Mohammed, cerebro del 11-S, en Pakistán (2003) y hasta la detención del expresidente yugoslavo Slobodan Milošević (2001) pueden contarse entre las incursiones del Tío Sam en casas ajenas.
Los casos mexicanos: Pancho Villa y ‘El Mayo’
En 1916, tras la incursión de Pancho Villa en Columbus, Nuevo México –en la cual murieron civiles y soldados estadounidenses–, el presidente Woodrow Wilson ordenó una expedición con más de 10 mil hombres al mando del general John J. Pershing. La misión: penetrar en territorio mexicano y capturar vivo o muerto al caudillo.
El fracaso de la expedición tuvo un costo político y militar. Washington exhibió sus límites: no pudo imponerse en el agreste norte mexicano ni capturar a un revolucionario que, pese a estar en declive, encarnaba la resistencia contra la injerencia extranjera. Para México, la incursión reforzó un nacionalismo herido y unió a las facciones en pugna por la defensa de la soberanía.
La expedición contra Villa quedó como símbolo de los límites de la fuerza militar gringa en un territorio hostil y con una población que sabía ocultar a sus propios héroes.
El caso de Ismael ‘El Mayo’ Zambada García fue distinto: el capo salió de su escondite sin que nadie lo viera. El 25 de julio de 2024 no hubo un convoy oficial, tampoco una orden judicial pública ni el espectáculo mediático que suelen acompañar las detenciones de figuras de alto nivel. Según fuentes de seguridad mexicanas y analistas en Washington, lo que ocurrió con el hombre que durante décadas tejió la red más longeva del narcotráfico, parece más una extracción extrajudicial que una captura acordada.
La hipótesis que adquiere fuerza es que Estados Unidos operó en silencio para llevarse al patriarca del Cártel de Sinaloa. ‘El Mayo’ salió del país en un avión gringo, piloteado por un gringo. Uno de los hijos del ‘Chapo’ –Joaquín Guzmán López– iba en el vuelo.
A sus 76 años, es el último sobreviviente de la vieja guardia del narco, una memoria viviente de pactos, rutas y complicidades que Estados Unidos no puede dejar escapar. Para Washington, tenerlo en una celda es tener acceso a décadas de secretos sobre corrupción política, vínculos financieros y rutas de cocaína y fentanilo que todavía cruzan fronteras.
Así, el destino del ‘Mayo’ podría no haberse decidido en Culiacán ni en la Ciudad de México, sino en oficinas de Washington, donde la geopolítica de la droga dicta que ciertos capos no se detienen: se extraen.
Los tres patrones en las intervenciones de Estados Unidos
¿Qué une a estas operaciones? Primero, la narrativa de seguridad nacional: Noriega era un dictador indócil, Hussein un supuesto peligro con armas químicas (“de destrucción masiva”); Escobar y ‘El Mayo’ amenazaban a la sociedad estadounidense con cocaína y fentanilo, Bin Laden había golpeado el corazón cultural y simbólico de la potencia: la Ciudad de Nueva York.
Segundo, la demostración de fuerza: helicópteros, comandos de élite, buques equipados, incursiones nocturnas. El mensaje es tanto para el enemigo como para el mundo: Estados Unidos puede llegar a cualquier rincón. Agárrense, compadres.
Tercero, la ambigüedad de los resultados. Hussein fue capturado, pero Irak se desangró. Escobar murió, pero el narcotráfico sobrevivió y diversificó sus cadenas de suministro. Bin Laden cayó, pero Al Qaeda se multiplicó en filiales. Noriega fue juzgado, pero la invasión dejó cicatrices en Panamá. ‘El Mayo’ tropezó en una trampa, pero su extracción provocó una guerra fratricida en Sinaloa y el fentanilo sigue en las casas, las fiestas y los antros de los gringos.
Cada intervención revela la delgada línea entre justicia y geopolítica. Washington presenta estas acciones como la defensa de valores universales, pero detrás operan cálculos estratégicos: asegurar el Canal de Panamá, controlar el petróleo de Irak, mostrar capacidad de venganza tras el 11-S, o golpear a narcotraficantes para ganar aplausos en el electorado estadounidenses y, de paso, desestabilizar a los vecinos del sur.
Los buques artillados aproximándose a Nicolás Maduro avivan pláticas de sobremesa en México: ¿Vendrán por ‘El Mencho’? ¿Tienen en la mira algún narcopolítico? ¿Romperán acuerdos con su principal socio comercial? ¿La popularidad de Sheinbaum –más del 70 por ciento– servirá como escudo ante el fantasma de la intervención?
El Tío Sam tiene la vocación de meterse en casas ajenas para espantar a los canarios, México despliega una tradición mixta de resistencia nacionalista y pragmatismo político. Ya lo dice el himno: “Más si osare un extraño enemigo…”