Ahora que el tema de Pemex está revoloteando en el ambiente —otro “rescate”, una deuda pavorosa, impagos a proveedores, astronómicas erogaciones para mantener a un ejército de pensionados, en fin, un cuadro verdaderamente apocalíptico— surge de nuevo la madre de todas las preguntas, a saber, por qué un Estado dirige los magros recursos con los que cuenta a financiar una corporación que devora fondos públicos sin producir rentas en lugar de usarlos para atender las necesidades de un pueblo, como el de México, urgido de servicios, seguridad, salud y buena educación.
Justamente, las condiciones de las escuelas donde estudian nuestros pequeños son punto menos que desastrosas y la misma enseñanza que les es impartida deja muchísimo que desear. ¿No tendría que ir por ahí el tema de asignar partidas presupuestales? ¿No sería mucho mejor, para la nación mexicana, que las colosales cantidades de dineros públicos que engulle Pemex se gastaran en acondicionar escuelas con excelentes instalaciones, salones amplios y luminosos, comedores donde los estudiantes recibieran nutritivas comidas, talleres para aprender dibujo o ajedrez, canchas de baloncesto, pistas de atletismo y albercas para natación?
Este escribidor evoca machaconamente este idílico escenario, una y otra vez, porque, justamente, los niños de los sectores populares —el futuro de este país, ni más ni menos, y quienes tendrían que ser los primerísimos beneficiarios de las políticas gubernamentales— no viven ni lejanamente la realidad de ser bien atendidos en los colegios. Por el contrario, sus más tempranas experiencias son de maltrato y descuido: en muchas escuelas no hay siquiera baños mínimamente higienizados, en otras tantas falta el agua potable y de computadoras, pantallas y pupitres en buen estado ni hablamos.
La descomposición social que estamos viviendo en México es verdaderamente espeluznante y la crisis en la trasmisión de valores morales está teniendo un altísimo costo para la nación entera.
Además de adquirir conocimientos para la vida, un chico que se siente cuidado y respetado desde sus primeros días en el colegio se convierte después en un ciudadano saludablemente exigente, merecedor de derechos reales, no de dádivas aderezadas de tosca demagogia. Pero...