La experiencia personal de este escribidor, luego de años enteros vividos en muy variados ámbitos laborales, lo lleva a dictar una muy lapidaria sentencia: los humanos, por lo general, parecen estar genéticamente predispuestos al conflicto.
En las empresas te imponen el credo del trabajo en equipo, desde luego, y a la gente no le queda otro remedio, mal que bien, que apechugar.
Pero, por poco que el jefe se dé la vuelta o que el vecino de escritorio se encuentre fuera del rango de escucha, las murmuraciones, las insidias y las intrigas brotan como un furioso manantial, por no hablar de los constantes cuestionamientos a las propuestas de llevar meramente a cabo una tarea o de implementar alguna estrategia.
El primer impulso es la zancadilla al colega y, al ocurrir que sus mociones sí tengan cierto sentido y que sea reconocido por los de arriba, el mezquino consuelo de quienes se le opusieron es la calumnia, una forma de revancha ante el muy transitorio y fugaz éxito del compañero, si es que ese peldaño escalado no se traduce en un ascenso más sustancial porque entonces la envidia –esa versión del instinto de muerte que llevamos clavado en el corazón los individuos— será lo que sellará irremisiblemente cada interacción con el ganador.
Uno se pregunta, visto este escenario, cómo es que el mundo funciona todavía o cómo es que corporaciones y organismos gubernamentales pueden sacar adelante las cosas. Pues, justamente, todo podría estar mejor, mucho mejor: después de todo, la historia es casi un recuento exclusivo de guerras estúpidas, de indecibles sufrimientos y de atrocidades que no hubieran debido tener lugar.
El progreso, sin embargo, logra imponerse porque va de por medio la propia supervivencia de nuestra especie (precisamente por eso existe también la bondad, porque si el mundo fuera solamente un paisaje rebosante de sujetos crueles, desalmados y egoístas, entonces nos hubiéramos extinguido ya hace varios milenios).
El proceso civilizatorio ha cambiado enormemente la faz de este planeta y creo que podemos sentirnos muy afortunados de estar viviendo en estos tiempos en vez de haber visto la luz del día en épocas –no tan lejanas, ni mucho menos— de oscura y escalofriante barbarie.
Estas reflexiones, con el perdón de ustedes, no vienen a cuento inspiradas por los horrores que siguen aconteciendo a diario sino, volviendo al tema de lo laboral y de la conflictividad esbozado en el primer párrafo, por un suceso que podríamos considerar un tanto más pedestre pero muy relacionado: el despido de Christian Horner de la escudería Red Bull.
Y, pues sí, nos adentramos a la vez en los espacios de lo deportivo que pretende abordar esta columna. El propio Flavio Briatore, antiguo jefe de la F1, comentó, sorprendido ante lo fulminante de la destitución, que Horner no “había matado a nadie” como para ser echado a la calle de tan inelegante manera.
Y, bueno, los observadores externos del sainete tampoco podemos saber qué es lo que estaba realmente pasando ni mucho menos enterarnos de los dimes y diretes dentro de la firma austriaca. Pero sí hemos advertido algunos signos que pueden explicar, por lo pronto, la debacle de una escudería que le pasaba por encima a todas los demás: la salida de Jonathan Weathley, en su momento director deportivo, quien contribuyó a alcanzar seis títulos mundiales de constructores; la semejante partida de Adrian Newey, uno de los más brillantes ingenieros de toda la F1; los choques de Jos Verstappen, el padre del campeón, con el propio Horner y gente del equipo; el posible ejercicio de un poder excesivo por parte de Horner y, finalmente, algunas torpezas de Helmut Marko, asesor de Red Bull y figura más controvertida ahora que ya no estará Christian Horner.
Un punto final: Checo Pérez, en su peor temporada (2024), cosechó 152 puntos, luego de haber sido cuarto lugar en 2021, tercero en 2022 y segundo en 2023. Le dieron las gracias y pusieron de pilotos a dos que no juntan, entre ellos, ni 25.
En efecto, el conflicto siempre enseña la cara. Y el precio a pagar es muy caro.