La violencia cotidiana provoca que la percibamos como algo usual. Eso y el temor inhiben las reacciones que deberíamos de tener para exigir el restablecimiento de la paz.
Lamentablemente, también nos estamos acostumbrando a ver como algo natural las violaciones a la Constitución y especialmente a los derechos fundamentales.
Peor, aún, parece que muchos están convencidos que el sentido subjetivo de la justicia de algunos gobernantes y autoridades, debe prevalecer sobre las leyes vigentes.
Eso puede regresarnos al tiempo en que los reyes y señores dictaban las normas para los casos concretos y ejecutaban las sanciones.
Todos los pueblos han recorrido un largo y penoso camino para alcanzar un régimen de derecho positivo y vigente. Werner Jaeger, en su Paideia, ilustra ese proceso de la siguiente manera.
“En los tiempos patriarcales los caballeros decían el derecho de acuerdo con la ley proveniente de Zeus, cuyas normas ellos creaban y aplicaban libremente a su propio saber y entender.
Después, mediante la fijación escrita del derecho, el concepto de la justicia consistió en la obediencia a las leyes del Estado. La ley se convirtió en rey”.
Nuestra Constitución es escrita y rígida; su parte dogmática son las garantías individuales, hoy derechos fundamentales, y el juicio de amparo es el medio idóneo para garantizar su observancia.
Con ese espíritu protector se reformó la Constitución para reconocer también como derechos fundamentales los incluidos en los tratados internacionales celebrados por México.
Los ministros, magistrados y jueces del Poder Judicial Federal están obligados a proteger los derechos humanos y reparar las violaciones que se hayan cometido.
Así, pese a la corrupción y los defectos históricos, se ha mantenido la permanencia de las instituciones y las libertades civiles.
La regresión a la justicia patriarcal sería el restablecimiento de la arbitrariedad.