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El espejismo de la identidad en la era del 'fast fashion'

Entre publicaciones de Instagram y videos de hauls en TikTok se ha normalizado una nueva forma de consumir moda: rápida, constante y desechable. No se trata solo de comprar ropa, sino de calmar una ansiedad existencial, de reinventarse y de evitar la tan temida repetición. En este juego de apariencias, lo que ayer fue tendencia hoy ya es obsoleto, y lo que apenas colgaba en el escaparate ahora yace en la parte trasera del clóset.

Detrás de cada elección ocurre algo profundo. El ser humano, como agente ético, libra una tarea perpetua: la construcción de su identidad. La forja del “yo” sucede en lo que la persona decide hacer y en lo que elige postergar, en los pensamientos que abraza y en los que rechaza, en las palabras que pronuncia y en las que prefiere callar, en las compañías que cultiva y en aquellas de las que se aleja. Pero esta labor nunca es en solitario, sucede frente a otros. Como decía Hegel: “la autoconciencia solo llega a ser tal en tanto que se reconoce en otra autoconciencia”.

Y es aquí donde la moda, con su aparente banalidad, adquiere un inesperado protagonismo. Lo que alguna vez fue un simple código de pertenencia, hoy se ha transformado en un lenguaje visual complejo, cargado de matices. Cada prenda manifiesta posturas ideológicas, estilos de vida e incluso rebeldía frente a los propios códigos de la moda. Vestirse, o declararse ajeno a la moda, es siempre un acto público que comunica algo.

Pero bajo la promesa de libertad y autenticidad, la moda esconde una ironía difícil de ignorar. Porque mientras se piensa que la elección es con autonomía, la realidad es que se siguen los pasos marcados por otros. Lo que aparenta ser un grito de individualidad, es muchas veces solo un eco. Para el sociólogo Gilles Lipovetsky, la moda es el escenario perfecto donde la búsqueda de la singularidad personal tropieza una y otra vez con la inevitable imitación de lo colectivo.

Así es como florece la era del fast fashion. Rápida, accesible, irresistible. Un modelo de consumo que entendió como nadie que, si se ofrecen más y más opciones a menor precio, la identidad se puede reinventar al ritmo vertiginoso de las tendencias. La moda dejó de ser privilegio de las élites y se democratizó, pero en esa aparente conquista todos se rindieron a un ciclo implacable: desear, comprar, olvidar.

En 2024 la industria de la moda rápida no solo mantuvo este frenético ritmo, sino que lo aceleró, alcanzando un valor estimado de 148.23 mil millones de dólares y con la mirada puesta en superar los 162 mil millones en 2025. Como si se tratara de una pasarela sin fin, las cifras desfilan con la misma velocidad que las tendencias. Nuevas modas nacen y mueren en el tiempo que toma deslizar el dedo por una pantalla.

Impulsada por una generación joven, deseosa de novedades y por la viralización instantánea que ofrecen las redes sociales, el fast fashion no entiende de pausas. Cada like en Instagram o cada video viral en TikTok se convierte en un disparador de consumo masivo. Detrás de este espectáculo, una industria colosal sostiene el telón: más de 430 millones de personas en todo el mundo viven de la confección de estas prendas, tejiendo no solo hilos, sino las complejas tramas de una economía global que crece y que, como sus colecciones, podría ser tan deslumbrante como insostenible.

Cada prenda barata bajo las luces de un escaparate esconde una historia menos reluciente. En la lógica implacable del fast fashion, la ropa no está hecha para durar, sino para ser desechada. Por cada cinco prendas que se producen, tres terminarán incineradas en un abrir y cerrar de ojos. La industria produce 80 mil millones de piezas de ropa al año, mientras las montañas de residuos textiles crecen sin freno: tan solo en Estados Unidos, 85 por ciento de los desechos textiles acaba en basureros.

Pero los residuos son solo el primer hilo de esta madeja. La industria de la moda rápida emite 1.2 mil millones de toneladas de dióxido de carbono al año, más que todos los vuelos internacionales y el transporte marítimo combinados. Los ríos contaminados por tintes tóxicos y las aguas agotadas en la producción de textiles sintéticos son el costo detrás de cada etiqueta de bajo precio. Y en los márgenes de este sistema, en fábricas ocultas tras promesas de empleo digno, millones de trabajadores enfrentan jornadas interminables por sueldos insuficientes y en condiciones que rozan la indignidad.

Quizá ha llegado el momento de cambiar la narrativa. Que la moda deje de ser ese susurro insistente que empuja a consumir lo innecesario y que se transforme en una historia digna de ser vivida y vestida. Una primera opción es el slow fashion que no propone renunciar al estilo, sino recuperar el sentido de elegir con calma e intención. También está la economía circular, ofreciendo una ruta alternativa, donde las prendas no son desechos, sino capítulos de vidas anteriores. Así, lo vintage es un manifiesto contra la homogeneización de los gustos y la tiranía de lo efímero.

Sin embargo, para que esta transformación trascienda el plano de la intención, las empresas deben apostar por la ética como motor de innovación, garantizar condiciones laborales decentes, invertir en materiales sostenibles. Regresando a Lipovetsky, no se trata de culpar al consumidor, sino de poner la inteligencia y la creatividad al servicio de un equilibrio más justo, más humano.

El verdadero espejismo de la moda radica en la tensión que existe entre el anhelo por diferenciarse del otro y la necesidad de imitarlo. Superar este conflicto no exige renunciar a la moda, sino asumirla con conciencia, comprendiendo que solo cuando se elige desde la autenticidad y la responsabilidad, la moda deja de ser un gesto vacío y se convierte en una expresión deliberada de identidad.


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Pilar Madrazo Lemarroy
  • Pilar Madrazo Lemarroy
  • Académica e investigadora en la Facultad de Economía y Negocios de Universidad Anáhuac México, sus líneas de investigación están relacionadas con la industria Fintech, finanzas conductuales e inversión con impacto.
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