Con una prosa deslumbrante, fuerte y desgarradora, Agustín Ramos (Tulancingo, Hidalgo, 1952) publicó este libro en 1979. En ese mismo año se dieron a conocer títulos como Dos crímenes de Jorge Ibargüengoitia, El evangelio de Lucas Gavilán de Vicente Leñero, El vampiro de la colonia Roma de Luis Zapata y Pretexta de Federico Campbell, por mencionar algunas de las piezas narrativas memorables. Lo escrito por Agustín Ramos se posiciona de manera armónica entre los anteriores títulos y, ahora que lo reedita el Fondo de Cultura Económica, se convierte en una oportunidad de reencuentro con esa prosa vibrante que le toma el pulso a la sociedad mexicana entre el 2 de octubre 1968 y el 10 de junio 1971, cuando tuvieron lugar la Matanza de Tlatelolco y el Halconazo.
El Movimiento estudiantil del 68 dejó testimonios en la literatura, tanto en poesía como en prosa. Esto se muestra en la antología de Poemas y narraciones sobre el Movimiento estudiantil de 1968, compilada por Marco Antonio Campos y Alejandro Toledo (UNAM, 1996.) Si se revisa la narrativa figuran José Revueltas, Juan Tovar, Guillermo Samperio, Fernando del Paso, Jorge Aguilar Mora, Gerardo de la Torre, Hernán Lara Zavala, Roberto López Moreno y Agustín Ramos.

Agustín Ramos emprende una crónica aderezada con ironía, retrato de días aciagos, turbulentos, opacidades, como las del sistema político mexicano que regía en esos años. Alguna vez el crítico literario y narrador Ignacio Trejo Fuentes encontró que Ramos era heredero de la prosa combativa y lúcida de José Revueltas. Y tiene razón; aunque hay varios autores que han estudiado la obra revueltiana, más académicos que escritores, pocos mexicanos logran ser considerados sucesores de Revueltas, acaso dos: Gerardo de la Torre y Agustín Ramos. Este último logra que la prosa fluya, que la inconformidad de esos años se respire en el aire y, al mismo tiempo, incluye instantes de una belleza inusitada.
Al cielo por asalto no es una novela sino un conjunto de historias que cruza la delgada línea que divide al periodismo de la narrativa, porque cuando la crónica alcanza altos vuelos consigue llegar a la literatura. Ramos asimila de Proust la forma de recuperar sonidos ambientales, urbanos, llantos, y le suma consignas, gritos, desesperación.
La indignación no aparece como debería porque en esos años había una prensa vendida al gobierno; la trilogía del “espíritu santo”, radio, televisión y periódicos, servía al poder. El autor recuerda lo que ocurrió durante la inauguración de las olimpiadas de México 68, los contrastes: estaba también la algarabía y lo apesadumbrado del momento, pues cómo hacer una fiesta después de lo ocurrido. Ignominia, ambición, tentáculos del poder que arrasa y reprende. Porque, como escribe Ramos, “la humanidad es un vasto mar de sueños superpuestos, pero al dormir entremira cómo y en qué y en cuántas dimensiones se ordena este amplio y diverso material de sueños que es la vida”. (pág. 105)
Con tintes cinematográficos que van de lo particular a lo general, el autor se ocupa de historias de la gente de a pie, de una familia, de varias, de la población en general. Establece un paralelismo con la escena dramática, aparecen en una suerte de secuencias o prefacios a otras narraciones, actos que van desde el monólogo, la sátira, el horror hasta el acto sexual. Se abre y se cierra el telón, las veces que sean necesarias para mostrar la decadencia de una sociedad que está siendo brutalmente atacada y casi paralizada. El señor A deambula por la metrópoli y proporciona un contexto de la escena que veremos; puede leerse como un preámbulo de algo que vendrá y hará también que nuestra conciencia se indigne.
“La ciudad en revuelta adquiere un tono contrastante de limpideces que prefiguran el cielo y de tensiones que casi pueden palparse. La mayoría de las calles parecieran ajenas al estremecimiento, de no ser porque las despiertan los pasos sigilosos que corren pegándose a los muros, y por la ventolera que transporta olor a quemazón o ecos de disparos; esas avenidas son como pasadizos que, sin previa indicación, lo precipitan a uno a otra calle diferente, conmovida por cercos de piedras y cachivaches, troncos y armazones oxidados, y por un sereno tumulto. Esa nueva calle proporciona una serenidad de venas dilatadas y sangre que se agolpa en la frente; es un espacio vívido, calmo y ansioso, un ambiente familiar donde el saludo y las ceremonias salen sobrando”. (pág. 98)
Ya José Joaquín Blanco y Evodio Escalante han dicho que, en el caso de José Revueltas, se unificó un juicio crítico en común para reconocer su labor como cuentista y desacreditar su quehacer como novelista; le quitaron méritos por razones ideológicas, como le sucedió a Neruda y a sus compañeros del Partido Comunista. No obstante, las virtudes de su obra novelística están a la vista. Siempre acompañadas de una mirada apocalíptica, que se basa en el realismo recalcitrante, ese que quema hasta los huesos y la médula espinal.
De los narradores mexicanos nacidos en la década de los años cincuenta, la presencia de Agustín Ramos resulta audaz, certera, irrefrenable como una lava que lo calcina todo a su paso para dejar una huella en rocas, piedras que no desaparecerán de la memoria colectiva. Sin duda, es un acierto del Fondo de Cultura Económica poder adentrarnos en estas páginas. Porque “nacer y morir son despertares ascendentes. Tomar el cielo por asalto no es metáfora”.