No suelo repetir temas que en este espacio editorial hayan ya ocupado las grafías y la tan apreciable atención de mis amables lectores, pero el adagio de Ludwig Wittgenstein citado semanas atrás:
“Los límites de mi lenguaje, son los límites de mi mundo.”, acude a mí en forma recurrente en la medida en que por todas partes percibo, la manera como la tecnología digital ha afectado no solo nuestra capacidad humana de comunicarnos unos con otros, sino también la manera de interpretar, comprender y vivir, la vida y sus vaivenes.
Y no es que tenga una animosidad generacional hacia la tecnología como sucede con algunos (muchos) de mis contemporáneos, de hecho puedo decir que por gusto y formación, soy un asiduo usuario de muchos de sus maravillosos instrumentos, pero en la medida de lo posible trato de mantener un contacto directo y personal, con quienes me ha tocado compartir mi tiempo de vida, mi mundo y mis afectos.
Y es justo en el concepto de “compartir”, en donde a mi parecer se da una gran diferencia entre, hacerlo de manera directa y personal y hacerlo a través de una máquina, por muy “IA” que se pretenda sea.
Porque lo entendamos o no, más allá de ser biológicamente seres de carne y hueso, con la necesidad básica de tocar y ser tocados, nuestra salud emocional depende también del acto de compartir e intercambiar con otros, nuestras ideas, creencias, convicciones y valores, mediante ese maravilloso instrumento que con frecuencia desestimamos: la palabra, sea ésta oral, escrita o acaso incluso gestual.
Pero quizás piense alguno: ¿para qué necesitamos comprender la vida y sus vaivenes?, ¿de qué nos sirve?, ¿para qué complicarnos?, ¿no será mejor comprender la vida cuando los vaivenes lleguen?
Todas esas réplicas son ciertamente válidas, pero como todo en la vida, el problema surge cuando los vaivenes nos hallan desprevenidos precisamente por ser vaivenes.
Cuando por nuestra frágil condición humana, ineludiblemente nos afrente la adversidad, será entonces necesario saber razonar y reflexionar.
Cada quien con su lenguaje, sus palabras… y en los límites de su mundo.
