No sin recelo, luego de leer en la envoltura: “Producto mejorado”, tomé del estante el paquete, mi desconfianza era por haber ya antes notado fallas en la calidad de esa marca, pero una vez más caí en la trampa, ahora en razón del precio y la publicidad, trampa que confirmé luego al notar que la calidad no solo no era mejor, sino que era peor que antes.
A primera vista el asunto pudiera parecer de poca importancia, sólo un truco más de los muchos utilizados por productores y comercios, para lograr vender en un mercado qué, por ser ciertamente hiper-competido les da a unos y a otros, la auto-justificación para transgredir cualquier principio de ética comercial que pudiera existir, por ahí entre los olvidados renglones de la llamada:
“Responsabilidad Social Empresarial”.
Ese recurso de mentir dolosamente para mediante el engaño conseguir un fin siempre ha existido, no en balde están documentados grandes fraudes, como en la antigüedad el del “Caballo de Troya”; más reciente la venta de la Torre Eiffel;
o el llamado “esquema Ponzi” o piramidal, creación del estafador italo-argentino Carlo Ponzi, (¿rara nacionalidad para un estafador?), con un método que aun hoy sigue atrapando incautos.
Pero como es de suponer, quien antes me haya leído ya habrá supuesto que el tema da para más, porque en mi óptica, no se reduce sólo al ámbito de negocios, tal parece que hoy más que nunca la inclinación por el engaño “ha migrado” a todos los espacios del quehacer humano.
Como con el texto del “producto mejorado” de líneas atrás, “el parecer” es hoy más importante que “el ser”, así las mentiras, sean por malicia o por ingenuidad, se multiplican y se esparcen sin límite ni reservas en las tan populares redes sociales, creando una realidad alterna que a no pocas personas a la larga les impide distinguir lo verdadero de lo falso, sobre todo cuando el engaño se urde con recursos de la IA.
Claro que este trastorno social de pronóstico reservado, no podría suceder de no existir de por medio el autoengaño, abonado por el hecho de considerar más importante el “parecer” que el “ser”.