El reciente acuerdo entre la Unión Europea y Estados Unidos para reducir —selectivamente— algunos aranceles bilaterales ha sido celebrado en Bruselas como un “paso hacia la estabilidad transatlántica” y un gesto de “confianza mutua”. Pero, tras el lenguaje diplomático, el pacto deja una sensación incómoda: la de una Europa debilitada, dividida y cada vez más subordinada a los intereses estratégicos de Washington.
En teoría, se trata de un acuerdo técnico. En la práctica, es un síntoma político. Europa ya no negocia con Estados Unidos en pie de igualdad, sino desde una posición defensiva. Lo vimos con el conflicto por los subsidios a Airbus y Boeing, con la imposición de aranceles al acero europeo bajo la administración Trump, y ahora con este “alivio parcial” que Washington concede como quien reparte migajas a un socio que ya no considera prioritario, sino útil.
La fragilidad europea no es nueva, pero sí cada vez más visible. La salida del Reino Unido, el ascenso de gobiernos euroescépticos, la desigualdad estructural dentro del euro, y la incapacidad para construir una verdadera política exterior común han hecho de la UE un gigante normativo pero un enano estratégico. Frente a Estados Unidos, China y Rusia, Bruselas responde más con comunicados que con decisiones contundentes.
Este acuerdo arancelario refleja también la creciente asimetría en la relación transatlántica. Mientras Washington prioriza su política industrial interna y se rearma para una confrontación con Pekín, Europa sigue apostando —por inercia o por impotencia— a un multilateralismo que ya no existe, al menos no en los términos en que fue diseñado tras la Segunda Guerra Mundial.
Lo paradójico es que Estados Unidos, otrora garante del orden liberal internacional, es hoy un actor cada vez más impredecible. El proteccionismo de Trump no desapareció con Biden, sólo cambió de forma. Las prioridades de Washington ya no están en Bruselas, sino en el Indo-Pacífico, y su “alianza” con Europa se basa menos en valores compartidos que en cálculos de conveniencia.
El mensaje que deja este acuerdo es claro: Europa necesita a Estados Unidos, pero Estados Unidos ya no necesita tanto a Europa. Y eso convierte cualquier negociación en un juego desigual. En lugar de reconstruir su autonomía estratégica, la UE parece resignarse a una posición subordinada, sin músculo militar, con limitada unidad política y sin visión clara frente al siglo XXI.
La cuestión no es si el acuerdo arancelario es bueno o malo en términos comerciales. La cuestión es qué dice este acuerdo sobre el lugar que ocupa Europa en el tablero global. Y lo que dice es inquietante: que incluso en su patio más familiar, el Atlántico, Europa ya no marca la pauta, sino que la sigue.