El 19 de septiembre de 1985 quedó grabado en la memoria colectiva como uno de los momentos más dolorosos de la Ciudad de México, pero también como uno de los más luminosos en términos de solidaridad. Aquel amanecer, la capital se sacudió con una fuerza que derrumbó miles de edificios y arrebató decenas de miles de vidas. Frente a la tragedia, lo que emergió no fue únicamente el polvo ni el silencio de las ruinas, sino la fuerza civil de un pueblo que se organizó para salvarse a sí mismo.
Las imágenes de brigadistas improvisados retirando escombros con las manos, de cadenas humanas trasladando cubetas, de vecinos convirtiéndose en rescatistas sin esperar órdenes oficiales, constituyeron un parteaguas en la historia urbana y política de la ciudad. Esa respuesta ciudadana no solo permitió rescatar a miles, sino que también cimentó una nueva conciencia cívica: la sociedad podía y debía organizarse para exigir un Estado más responsable y una ciudad más habitable.
Cuarenta años después, la capital no es la misma. Se han construido normas de protección civil, protocolos de emergencia, sistemas de alerta sísmica y brigadas capacitadas. Las generaciones posteriores saben que cada simulacro del 19 de septiembre es más que un ritual: es la memoria activa de quienes perdieron la vida y de quienes lucharon por los demás. La tragedia del 2017 demostró, sin embargo, que las viejas lecciones siguen vigentes: la vulnerabilidad persiste, pero también la capacidad de la ciudadanía para organizarse de inmediato, con una energía solidaria que atraviesa el tiempo.
Hoy, al mirar atrás, la Ciudad de México no solo recuerda el desastre; recuerda también la dignidad colectiva que emergió de las ruinas. Esa memoria es la que sostiene el presente y proyecta el futuro. Porque en cada piedra removida en 1985 se sembró la convicción de que la ciudad, con todos sus dolores y fracturas, puede levantarse una y otra vez, más fuerte y más consciente de que la solidaridad es, quizás, su cimiento más firme.