Las últimas tres décadas han sido testigo de una profunda transformación social en América Latina y gran parte del mundo: el avance de los derechos de las mujeres, el reconocimiento legal y simbólico de las diversidades sexuales, el fortalecimiento de políticas redistributivas, el surgimiento de movimientos sociales autónomos y el impulso de agendas ambientalistas, feministas, antirracistas y LGBTI+ han reconfigurado la estructura social de Occidente.
Sin embargo, esos logros hoy enfrentan una reacción organizada: una contrarrevolución cultural, como señala el reciente artículo de El País, que avanza no solo como respuesta política sino como disputa moral y simbólica. Esta reacción —abanderada por figuras como Javier Milei, José Antonio Kast o Bolsonaro— y que tienen a líderes espejo como Donald Trump en EUA, o Victor Orbán en Hungría, busca revertir derechos conquistados, deslegitimar el feminismo, desfinanciar políticas sociales y militarizar el discurso público con un retorno a valores tradicionales, masculinos, religiosos y autoritarios.
Ante ese panorama, líderes como Gabriel Boric, Pedro Sánchez, Lula da Silva y Gustavo Petro se reunieron en Santiago para lanzar una plataforma internacional en defensa de la democracia y los derechos sociales –en un futuro se pretende involucrar a los líderes de México, Canadá y Reino Unido-. No se trató solo de un acto político: fue un intento de renovar el relato progresista, cuestionado por su incapacidad de frenar el avance de la ultraderecha, pero aún visto como el único campo capaz de defender las libertades individuales y colectivas sin exclusión.
Boric fue tajante: "No podemos caer en negar la legitimidad del otro", en referencia a la ultraderecha, pero también afirmó que el progresismo debe distinguirse por sus principios democráticos, no por su arrogancia moral. Es una autocrítica necesaria. El progresismo ha pecado, en ocasiones, de encerrarse en élites políticas y culturales que pierden contacto con los territorios y las urgencias populares. Y esos errores han sido capitalizados de maneras muy efectivas por diversas expresiones políticas de ultraderecha.
Lo que se vive no es exclusivo de América Latina. La ola reaccionaria es parte de una red transnacional que comparte discursos, algoritmos, financiación y estrategias culturales muy organizadas bajo el paraguas de la CPAC, la Conferencia Política de Acción Conservadora. El ataque a los derechos sociales va de la mano de un desmantelamiento de los servicios públicos, una exaltación del mercado por sobre el Estado, y un lenguaje que convierte a los más desfavorecidos en culpables de su condición.
Los valores de las democracias liberales, que en algún punto de la historia reciente, unieron a izquierdas y derechas, hoy han sido puestos en la picota. La derecha internacional, que es mucho más organizada que la izquierda, ha logrado imponerse ante un centro y una izquierda que, por ahora, observan pasmados como avanzan políticas claramente regresivas y agendas que buscan dilapidar libertades.
En cierto sentido, los esfuerzos que vimos en la capital chilena, son una respuesta, no sé si tibia o tardía, para construir una opción desde el progresismo ante el avance del conservadurismo más radical.
Pedro Sánchez habló en Santiago de una “internacional del odio”. Es una advertencia válida: no es posible enfrentar este desafío con respuestas fragmentadas, tímidas o tecnocráticas. Se necesita una articulación global en defensa de los valores democráticos, que incluya feminismos, ambientalismos, juventudes, pueblos indígenas y sectores populares y productivos.
El porvenir del progresismo dependerá menos de su capacidad electoral que de su capacidad de conexión social y cultural. Cosa que descuido en las últimas décadas. De si logra volver a hablarle a los sectores que hoy se sienten abandonados: los jóvenes que no ven futuro, los trabajadores informales que no encuentran seguridad, las mujeres sobrecargadas por el cuidado, los migrantes sin derechos, las comunidades LGBTI+ criminalizadas.
El desafío no es solo político, sino cultural y afectivo: cómo reconstruir confianza, cómo dar sentido de comunidad, cómo imaginar un mundo vivible para todos, no solo para los que ya tienen voz. Esa lucha debe darse además en conjunto con el centro y con lo poco que queda de la derecha liberal y progresista.
Las democracias liberales están en crisis, pero no están muertas. El progresismo está cuestionado, pero no derrotado. Las transformaciones sociales de las últimas décadas —con todas sus tensiones y contradicciones— han ampliado los márgenes de libertad y dignidad como nunca antes. Defenderlas hoy no es nostalgia: es un acto de resistencia activa y de futuro.
La pregunta no es si volverá el progresismo de antes, sino si puede nacer uno nuevo, capaz de disputar sentidos, construir alianzas amplias y ofrecer algo más que gestión: esperanza, justicia y comunidad.