
Lo peligroso no es, en realidad, equivocarse. Un proverbio antiguo decía: “Tu error de hoy será tu maestro de mañana”. El peligro está en la terquedad con la que defendemos nuestras equivocaciones. Después de una gran metedura de pata, hay un momento terrible, el de darles la razón, aunque solo sea con la humildad de una mirada, a las personas que nos avisaron cuando todavía estábamos a tiempo. A veces da la sensación de que escuece más la vergüenza que las pérdidas y por eso preferimos seguir desbarrando antes que reconocer los daños y así ponerles fin.
Al menos, de esa forma se comporta el protagonista de una de nuestras grandes novelas picarescas, Guzmán de Alfarache. Todavía niño se escapa de casa, con ganas de libertad y de conocer mundo. Las experiencias le desengañan pronto. Se da cuenta de la distancia que separa entre la vida imaginada desde su hogar protegido y la áspera realidad de los caminos y las posadas: “¡Cuánto distan las obras de los pensamientos! ¡Qué frito, qué guisado, qué fácil es todo al que piensa! ¡Qué bien se disponen las cosas de noche a oscuras, con la almohada! ¡Cómo las deshace el sol al salir, igual que flaca niebla de estío, igual que tesoro de duende!”. Timado, con la bolsa casi vacía y acusado de ladrón, Guzmán de Alfarache es incapaz de vencer su orgullo, reconocer su exceso de confianza y volver con su madre viuda, que lo quería y “lo cebaba a torreznos y mantequillas”. Muchos nos parecemos a ese niño, olvidando que comernos de vez en cuando nuestras propias palabras forma parte de una dieta verdaderamente equilibrada.