
Queremos lo imposible. Si empieza a parecer posible, deja de ser lo que queríamos. Esta es la ley de la dinámica de nuestras pasiones, según el poeta Marcial. Él escribió en el siglo I d. C.: “Me persigues, huyo; huyes, te persigo. Ese es mi carácter: no quiero tu atención, quiero tu rechazo”.
Aproximadamente cinco siglos antes, Platón había inventado un mito para explicar nuestra perpetua insatisfacción. En origen, los humanos éramos seres dobles, con dos sexos, con cuatro brazos, cuatro piernas y dos cabezas sobre dos cuellos. Para moverse deprisa, esos seres que fuimos daban volteretas tomando impulso alternativamente con las piernas y los brazos, ocho extremidades en total. Con sus capacidades duplicadas, tenían una fuerza prodigiosa, tanto que se volvieron arrogantes y desafiaron a los dioses. Zeus los castigó cortando a cada uno en dos partes y les advirtió que si no se corregían, los partiría otra vez y tendrían que ir a la pata coja. Les dio un tajo y luego estiró la piel cortada hacia lo que ahora es el ombligo, como si cerrara una bolsa con cordel. Desde entonces nos sentimos incompletos, lo que nos falta nos duele igual que duele un miembro amputado mucho después de la operación. Cuando creemos reconocer en otra persona algo de nuestra perdida mitad, nos abrazamos a ella tratando de sentirnos uno, como al principio.
Marcial, sin embargo, diría que esa idea nos gusta precisamente porque es inalcanzable. Según él, si por un milagro encontrásemos a nuestra mitad, no nos fundiríamos con ella: saldríamos corriendo detrás de otra persona más incompatible.