“Hacemos arte para no morir de realidad”, escribió Nietzsche, ese profeta tan malentendido y adulterado, desde su concepción del superhombre manipulada por los nazis para justificar el racismo genocida, hasta el manido “no hay hechos sino interpretaciones” vuelto monótona coartada del inmoral relativismo posmoderno.
Quizá cuando se deja de hacer arte porque su función cambia para convertirse en precio y no en valor (hoy lo que no tiene precio no tiene valor) es entonces que más se muere de realidad. En el siglo dieciocho surgió una conciencia estética que separó la obra de arte de su finalidad, función, oportunidad y contenido. También de la tradición que la trasmite, de todo lo relativo a su sentido trascendente y esencial.
El hastío que despierta el arte contemporáneo, su facilismo y arbitrariedad y aun sus aberraciones obedecen a la negación de la belleza, antaño definida como “el esplendor de la verdad” pero convertida ahora en aquello que produce un sentimiento de placer puramente psicológico y subjetivo, limitado al “me gusta o no me gusta” de la estrecha opinión. Para pensadores antiguos que cada vez son más actuales, el arte significa una verdad supra racional, un soporte para la contemplación que lleva más allá de sí a quien se conmueve con él. “Dios operante”, le llama algún autor.
La tradición perenne concibe la obra de arte al modo de un espejo donde se refleja la imagen mental del artista y el alma del mundo en ella. Por eso el Zen formula otra preceptiva estética: la asimetría, la simplicidad, la austeridad, lo natural, la sutilidad, la libertad absoluta, la serenidad. El arte no es una actividad profana y para poseer espíritu no debe discriminar al sujeto del objeto: el artista es la obra, la obra misma es el artista. Tautología superior.
Hacíamos arte para no morir de realidad. De tanto en tanto, poderosamente, aquí y allá se vuelve a hacer.