Los dados, pequeños poliedros convexos de seis caras,
son el eje del tiempo y una forma de su conjugación:
aquello que nos es dado.
El tiempo nos es dado. No vivimos en él.
El tiempo vive en nosotros. Nos vive.
Y en él encontramos lo que buscamos
aunque no sepamos qué es.
Como este caballo de la dinastía Ming que me cautivó
ayer en una feria de antigüedades.
Fui directo a él, me esperaba: todo encuentro es una cita.
“¿Cuánto vale?” pregunté al vendedor.
Pagué de inmediato esa copia del original en terracota,
diez veces más barata de lo que hubiera esperado.
Ahora el caballo sigue guardado en la caja de cartón
donde lo traje envuelto como un tesoro,
porque mi casa está en obra, volviéndose a hacer.
Mientras camino por esta calle y escucho sus ecos
mi casa camaleónica se rehace.
El caballo de la dinastía Ming es paciente
y esperará inmóvil hasta salir de su envoltorio,
como durante seiscientos años lo hizo
sepultado en la tierra, olvidado por Dios.
Los dados del tiempo son impacientes.
Ming significa brillante, claro, luminoso.
En 1368 Zhu Yuanzhang,
un monje budista de origen campesino,
encabezó ejércitos salidos de la nada
para derrotar a los Yuan, mongoles invasores,
y fundó esa dinastía de gobiernos sabios
y estabilidad social que perduró tres siglos.
La historia conoce muy pocas como ella,
el orden de la armónica duración.
Trescientos años mientras los dados del tiempo,
benévolos, danzaron entre los dedos de todos.
“Escribir, bien o mal, escribir es un acto delicioso,
no ser ya uno mismo, sino circular entre las formas”,
anotó en su diario Flaubert, galeote de la escritura,
pensando en nuestra pasión desdichada y hechizante.
Escribo y dejo de ser yo mismo,
me quito la máscara de esta persona, me libro de mí.
Lo hago casi todos los días y abandono mi ser.
Mientras tanto el caballo aguarda la luz
que volverá a tocarlo cuando la casa camaleón
concluya su enmienda y se ocupe de nuevo.
— “¿Qué va a ocupar?”, me preguntó
una hermosa joven de ojos chispeantes.
Quise decirle que a ella, aunque no me atreví.
No eran todavía los tiempos del acoso femenino
sino los del derecho a importunar.
Entonces ocupé otra cosa.
Casa viene de la voz que significa tejer, cubrir.
Mi casa va tejiendo su transformación.
Cuando abra el tesoro debo tener cuidado:
tejer, cubrir, construir es tener cuidado.
Escribir también.
Así el caballo galopará desde sus tantos siglos
como un eje del tiempo poliédrico, vuelto a estar.
Cuando escribo soy un murmullo,
me lo enseñó Flaubert.
Quiero automatizar: texto automático.
No pensarlo yo sino que me piense él.
Escritura, escritura, ¡oh, Dios! Odioso.
Toda pregunta es una devoción del pensar.
Pensar es preguntar:
¿cuál es el mecanismo de la escritura?
Palabras rotas, frases secas, la voz de las cosas,
sujeto, verbo y complemento: aquí, no allá.
El caballo Ming saldrá a un mundo último,
hoy es kali yuga, edad postrera, tiempo cíclico,
tiempo final. El orden cósmico se ha roto,
ha de terminar: ¡gulp!, ¿qué viene detrás?
Este martes (mañana es domingo) se alinearán cinco planetas:
Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Urano.
Fin del mundo y sentido de la compra:
madre omnipresente, dice una poeta
cuya casa es la escritura.
No patria ni matria ni estancia sino casa. Séase: tejido
Mi casa es tu casa. Aunque ahora yazga en metamorfosis.
Meta: más allá. Morfo: forma. Metáfora.
Mi casa es una alegoría: doble metáfora.
Mi casa disuelve las formas, es escritura.
Ella me protege de la incertidumbre radical:
las cosas que sé, las cosas que no sé que sé,
las cosas que no sé que no sé. Las cosas.
Mientras escribo el albañil golpea la pared
con un pequeño marro.
Es un arquitecto que no habla latín.
Destruye, construye, transforma,
las leyes de la termodinámica
obedecen a su intuición.
Él sabe que sabe aunque no sepa cómo lo sabe.
Ni a mí ni a él ni al martillo nos importa.
Tampoco a mi casa, que celebra su polvosa
transformación.
Cuando el caballo chino abandone su caja
sabrá a dónde llegó. Ahora reposa inmóvil
como otra forma del movimiento
forma metamorfosis forma última:
hablamos de una incertidumbre radical.
Solo decir por decir. Las palabras flotan.
Pasa el tiempo, huye la vida. Yo digo igual.
El lugar en el que soy posible ¿es aquí?
Este caballo de cola y crin recortadas,
que alza una pata e inclina la cabeza
antes de recibir al jinete,
cabalga el tiempo desde la inmovilidad.
Yo escribo y dejo de ser. Él sigue siendo: es.
Algunos caballos tiran del carro del Sol
y otros del carro de la Luna.
Pasan de la noche al día, de la muerte a la vida,
de la contemplación a la acción.
El mío, que me aguarda velado, es un punto fijo:
axis mundi que rubrica la metamorfosis
desde un centro que no se mueve,
cual un potro de nácar
sin bridas ni estribos.
Como Flaubert, maestro de la escritura líquida,
yo he cabalgado con Laura por un bosque de otoño.
Y algunas noches,
mientras los dados del tiempo reposan,
monto mi caballo y llegamos más allá de la memoria
hasta un sendero de luz:
es centauro, escritura, dejar de ser.
AQ