Cultura

¿A dónde irán las bibliotecas?

Hace años escribí este galimatías: “Me veo leer que leo cuanto he leído que leía pues estaba siendo lector asaz leí apenas porque leeré si no habré ya leído donde leería y habría de leer que lea o no ese leyese acaso hubiera algo que leyere solamente en tanto hubiese leído lo que voy leyendo. Me veo leer que leo”.

Los libros me rodean. Mientras escribo estas líneas se hallan a mi alrededor. Siempre me han trasmitido una sensación de calma y sentido. Como si fueran una matriz donde radican los orígenes. Entre ellos hay un libro, uno solo, que en sus páginas oculta el esclarecimiento. Tal vez no lo he leído, todavía aguarda por mí. A veces practico la bibliomancia: tomo un libro al azar, no cualquiera, apunto a ciegas una de sus frases y surge una respuesta, una nueva pregunta, un consuelo o una posibilidad. Además alguna imprevista inquietud. Leer es indagar. Asombro, revelación.

Un sábado por la mañana mi madre me propuso un trato:

     —Hoy no voy a llevarte conmigo al mercado, pero te compraré un regalo. ¿Qué quieres que te traiga?

Le pedí un camioncito de hojalata, y después de que partió, acompañada por dos criadas cargadas con tres grandes canastas, me arrepentí. Vagué aburrido por el jardín de la casa, me entretuve en la fuente de agua que había en el centro y recorrí uno por uno los cuatro senderos de baldosas rojizas que llevaban a ella, me asomé al despacho de mi padre y miré desde afuera el costurero de mi madre. Anduve por allí hasta que la nana salió a buscarme.

El sábado siguiente me negué a cualquier negociación y salí empeñoso con ella y con la audaz comitiva hacia el mercado. No lo sabía aún pero estaba aprendiendo a leer. Y al llegar al libro abierto de la plaza, mi primer texto significante, le preguntaba una y otra vez a mi madre hasta desesperarla: qué dice acá, qué dice allí, qué dice aquí. Así logré muy pronto acomodar las letras, comprenderlas. Había venido a la vida para leerla y fue entonces cuando comencé.

Libros: debiera hablarse sobre su inagotabilidad. Hoy es lo contrario porque hablamos de su gradual extinción. No es casual que un libro superventas de Irene Vallejo trate de la historia del libro y con ella de la escritura. El desarrollo de la cultura del libro requirió un equilibrio de factores comparable al Big Bang universal. El desarrollo de la imprenta de tipos móviles por Gutenberg (invento conocido siglos atrás por los chinos) dio cabida a una nueva sensibilidad humana. Surgió entonces una interioridad antes desconocida, un acto de evocación. Dio lugar a la mente crítica propia de la modernidad. La era del libro o la Galaxia Gutenberg que hoy mismo parece estar llegando a su fin.

El libro es un objeto portátil, tangible, somático y sensual. Se lleva consigo. Se subraya, se relee (verdadera acción de la lectura). Se presta, se olvida, se recupera. En sus páginas está contenida toda la biografía de su lector. Aquellas impresiones indelebles que dejó en el alma la primera lectura, siempre cambiante cuando se repite. Libro metamorfosis. Libro camaleón.

Nuestra única estética posible —toda estética es una ética—, la de la resistencia ante las barbaridades inhumanas, los apocalípticos juegos nihilistas de la civilización, el conformismo de nuestras imaginaciones, nuestro espíritu y nuestras vidas, contra el encierro en lo particular de nosotros, los últimos hombres idiotas, habita en los libros, órganos del tiempo pasado, presente y, si lo hay, del futuro. Somos los sentenciados a recibir la iluminación mediante libros, sagrados o profanos, da igual. Incluso aquella ácida sabiduría de un sabio ante el canon libresco todo, quien propone dejar de lado a los maestros y sus obras para desde la puerta trasera extender una mano de bienvenida a las ranitas y las caracolas, se escribe en un libro.

Como tantos, yo fui un amante de las librerías. Sé, con esos otros, que la lectura, la literatura, los libros son una “pasión inútil”. Y que las librerías cumplen como el lugar maravilloso que no sirve para nada, así como no amamos a quienes amamos porque nos sirvan para algo —salvo la madre, anota Claude Roy, de quien proviene la idea, para hacer sobrevivir al pequeño, o la amada para hacer latir el corazón del amante.

¿Qué haré, pues, con mis amados y entrañables libros? Las bibliotecas públicas y universitarias desde tiempo atrás ya no aceptan su donación. Ahora sus fondos están digitalizados, término que no me interesa y acción que no me compete, así mi vida externa vaya afectándose cada vez con esa creencia cuasi religiosa: el dataísmo, la pantalla iridiscente, el rectángulo enajenador.

Y mis libros pesan, ocupan un espacio físico, existen dimensionalmente, requieren estar. Algunos de ellos quedarán en manos de los hijos y otros entre los pocos alumnos que leen. ¿A dónde van en tiempos anti librescos las bibliotecas cuando su dueño fallece? Son maestras de lo efímero. De la evaporación de una época también.

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Fernando Solana Olivares
  • Fernando Solana Olivares
  • (Ciudad de México, 1954). Escritor, editor y periodista. Ha escrito novela, cuento, ensayo literario y narrativo. Concibe el lenguaje como la expresión de la conciencia.
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