
Ya era de madrugada. Luego de una larga jornada de trabajo, decidió darse un buen baño. Se vistió para las grandes ocasiones. De gala. Raúl Padilla decidió quitarse la vida tal como vivió. “No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio y es el suicidio”, escribió el gran Albert Camus en el Mito de Sísifo. Soy liberal (casi siempre) y creo que la vida le pertenece a cada uno de nosotros. Seguramente Raúl Padilla consideró que su obra estaba terminada y el futuro sólo albergaba tinieblas. Cómo vivir y cómo morir son y deben ser decisiones exclusivamente humanas.
Lo que sí podemos saber es que su decisión no fue intempestiva. No fue un impulso de una mala semana. O una crisis de depresión. A diferencia de lo que algunos creen, Raúl Padilla se fue dejando la casa medianamente arreglada. Incluso, fuentes internas del grupo político de la Universidad sostienen que ya existía un plan de vuelo en caso de ausencia del licenciado. No por muerte, sino por prisión. El escenario de una Universidad sin Raúl Padilla ganaba enteros desde que Andrés Manuel López Obrador se convirtió en presidente en 2018.
La pregunta luego de todo lo acontecido esta semana es: ¿Hacia dónde va la Universidad? ¿Serán capaces los principales líderes universitarios de gestionar esta traumática transición? ¿Es posible que emerja un nuevo cacicazgo que ponga orden y reconstruya los equilibrios internos?
En términos políticos, existen tres escenarios para la casa de estudios. El primero, muerto el rey, viva el rey. Un nuevo cacique que sustituya a Padilla. Lo veo imposible. Ya no por falta de voluntad, sino porque no es ni el contexto de 1989 ni tampoco nadie tiene la fuerza necesaria como para imponerse. Descarto este escenario.
Un segundo, que la Universidad se convierta en una especie de Reino de Taifas (recordando al Califato de Córdoba). Una universidad con cacicazgos locales o regionales y un sanedrín que vigile los equilibrios internos. Cada uno a su ranchito, por decirlo en buen castellano. Este último escenario sí es un riesgo en caso de que las principales cabezas del grupo político no se logren poner de acuerdo en un proyecto de universidad más abierto, democrático y meritocrático.
La tercera -y la que veo más posibilidades- es el comienzo de una transición del modelo de universidad politizada y administrada por un grupo político, a un modelo donde el poder recaiga en el principal activo de la casa de estudios: sus académicos e investigadores. Esto no quita que la Universidad haga política -ésta entendida como la participación en los asuntos públicos-, pero que sí quede desterrado el uso partidista de la institución. La Universidad debe verse para adentro y enfocarse en una transición ejemplar.
En estos escenarios, existen dos actores clave: el rector Ricardo Villanueva y el gobernador Enrique Alfaro. Villanueva asume el liderazgo público en la transición. No existen grandes resistencias internas. La generación que acompañó a Raúl Padilla no se resiste a una democratización de la casa de estudios. Al interior del famoso sanedrín universitario, tampoco existen corrientes que se aferren al estatus quo. Trinidad Padilla, Tonatiuh Bravo, Alfredo Peña, Ricardo Villanueva, César Barba son los actores políticos más relevantes en esta transición. Villanueva tiene dos años para poner los cimientos de una Universidad dedicada a su misión fundacional y, al mismo tiempo, encauzar la que será la primera sucesión en la Rectoría sin la tutela de Raúl Padilla.
Del lado del Gobierno se necesita una garantía: Alfaro no se meterá en la transición universitaria. El gobernador criticó el cacicazgo de Raúl Padilla y debe apostar por una Universidad abierta y democrática, pero en autonomía. Que no sea de Hagamos, pero tampoco del PRI o de MC. No me refiero a autonomía como una especie de caparazón que evita la rendición de cuentas. Sino autonomía como sinónimo de asegurarse que ningún factor externo influye en el rumbo de la Universidad. Ni cacicazgos internos ni dominio del Gobierno. La Universidad es libre o no es plenamente Universidad. Ése es el mejor mensaje de Casa Jalisco: apertura al diálogo y garantías de no intervención.
A diferencia de otras casas de estudio, la UdeG tiene una dimensión que le favorece: existe una institucionalidad democrática al menos en papel. Nadie quiere que el rector o las principales autoridades de la Universidad arriben al cargo por el voto popular o un concurso de popularidad. Ninguna universidad de prestigio tiene esas reglas. Sólo al Peje se le ocurriría tal despropósito. Lo que sí es exigible es que la gobernanza interna funcione y no sean sólo marionetas de los acuerdos políticos que se dan en el seno del grupo político universitario. Que el Consejo General sea auténtico. Que los rectores de centro sean académicos y no políticos. Es la gran ventaja de la UdeG: sólo tiene que pasar de la simulación a la autenticidad. No es fácil, pero no deben descubrir el agua tibia.
Las tragedias (permítanme la licencia) pueden ser el preludio de grandes oportunidades. Raúl Padilla ya es historia de la Universidad. Para algunos son las mejores páginas de su historia, pero para otros no lo fueron. O lo fueron hasta que decidió entronizarse. El adiós del licenciado abre una coyuntura favorable para normalizar y democratizar la relación de la Universidad con el Gobierno de Jalisco. La responsabilidad de los actores será fundamental. Al final, la Universidad no debe ser de nadie y, por ende, de todos. Mantener lo bueno que dejó Raúl Padilla, deshaciéndose de lo malo que heredó. Comienza una nueva época.