
La semana pasada provocó cierto revuelo mediático el asesinato del empresario Iñigo Arenas en el bar Black Royce de Naucalpan, donde al parecer fue intoxicado con unas gotas de escopolamina, para que los dueños del antro pudieran hacerle un cargo de 40 mil pesos a su tarjeta de crédito, seguramente cuando ya estaba grogui. Noticias como ésta no pueden acaparar mucho tiempo la atención del público en un país donde cada semana ocurren atrocidades mucho más graves, como el reciente asesinato de cinco jóvenes en Lagos de Moreno, divulgado en video por los propios asesinos, y el hallazgo de al menos 13 cadáveres desmembrados y congelados en Poza Rica. Pero los noctámbulos no deberíamos pasar por alto la trágica y absurda muerte de Arenas, pues nuestro silencio favorece a las mafias que nos chupan la sangre, no sólo en tugurios de mala muerte, sino en antros de postín frecuentados por gente fifí.
La condena moral que pesa sobre los parranderos, bien ganada en algunos casos, pero inmerecida en bloque, otorga a nuestros verdugos una patente de corso para cometer estafas, secuestros o asaltos con edénica impunidad. La mayoría de los hombres casados no quieren dejar huellas de sus juergas, en particular si las remataron en un antro de table dance. Aunque los hayan obligado a pagar cuentones abusivos a punta de pistola, prefieren evitarse posibles represalias y el daño moral que puede acarrearles una denuncia penal. Hasta para despeñarse en el vicio hace falta un mínimo de valor civil: su ausencia contribuye a perpetuar una indefensión que ha enlutado a muchos hogares.
Arenas llegó al lugar donde lo mataron procedente del bar República, un antro de Polanco donde salió por su propio pie a las dos y media de la mañana. Ahora sabemos que a las afueras del República opera una mafia de taxistas “tolerados” a quienes los dueños del Black Royce ofrecían comisiones por llevarles reses al matadero. Muchos no llegaban a su destino porque los taxistas o los choferes de Uber los asaltaban en mitad del trayecto. El miedo al alcoholímetro disuade de manejar a muchos bebedores, pero esa buena política pública se está convirtiendo en una trampa mortal para los juerguistas obligados a tomar taxis de madrugada.
Otro factor que atenta contra la seguridad del noctámbulo, más difícil de combatir por tratarse de una patología social, son los estragos de la moralina conservadora en la conciencia de los hampones que reprueban un estilo de vida derrochador y pecaminoso, a pesar de lucrar con él. Con frecuencia, los delincuentes camuflados como taxistas, o los administradores de antros que intimidan al cliente para encajarle un cobro indebido, recurren a una cómoda coartada psicológica: erigirse en defensores de la virtud con derecho a castigar una conducta indecente. Esa cólera hipócrita es aún más notoria en el caso de los judiciales que patrullan las calles a la caza de borrachos fáciles de secuestrar. Y me temo que si alguien levantara una encuesta preguntando a la gente si considera justo que los noctámbulos sean asaltados al salir de un congal o un bar gay, el jurado popular dictaminaría que se lo buscaron.
La Ciudad de México tiene ya una vida nocturna muy liberal y variopinta, que veo de lejos con envidia, pues en mi juventud no existía nada parecido. Las oleadas de chavos gringos y europeos que residen en los barrios de moda, haciendo home office para empresas de sus países, crean una atmósfera cosmopolita que antes sólo tenían las grandes metrópolis del primer mundo. A veces, la euforia dionisiaca de la capital me recuerda la marcha madrileña de los años ochenta, pero la inseguridad del noctámbulo sigue siendo la rémora que le impide ser una “ciudad de vanguardia”, como decía el sexenio pasado la propaganda oficial. No puede reinar una permisiva atmósfera de carnaval en lugares donde el hampa tiene cotos de poder que ninguna autoridad puede arrebatarle.
En países conservadores como Italia, una estricta reglamentación reprime por completo a los trasnochadores, de modo que nadie viaja a Roma en busca de reventón. La capital de México aspira, en cambio, a captar turistas con una rica gama de diversiones nocturnas, incluyendo antros donde se ejerce la prostitución, sin ofrecer, por desgracia, ninguna garantía de seguridad a sus clientes. Esta contradicción hundió la economía de Acapulco y está dando al traste con la de Cancún y Playa del Carmen. En ciudades como Roma, la gente ya sabe que a la medianoche debe irse a dormir: aquí, en cambio, la oferta de bares y discotecas incita al público incauto a correrse parrandas épicas. O respetamos los derechos del noctámbulo o lo confinamos a la tertulia doméstica:
lo que no se vale es aparentar una modernidad libérrima que en cualquier momento le puede costar la vida.