Treinta pesos chilenos (0.79 pesos mexicanos) provocaron que la economía más sólida de Latinoamérica se autorrecetara un reseteo.
Quién diría que esa (aparentemente insignificante) alza al costo del pasaje del metro de Santiago provocara, a finales de 2019, un estallido social sin precedentes, aún para Chile.
Los estudiantes –como siempre- fueron los primeros en mostrar su rechazo, subiendo a los trenes sin pagar. La intervención de los carabineros solo escaló las protestas, y comenzó la destrucción de las estaciones, monumentos, edificios y todo lo que la multitud enardecida encontraba a su paso.
“No son 30 pesos, son 30 años”, aclara una cartulina fotografiada por la AFP. Al presidente Sebastián Piñera -que es bueno para las matemáticas- le costó entender esta simple resta: 2020 menos 30 es igual a 1980, año en que se promulgó la última Constitución vigente en el país andino.
No parece muy vieja si consideramos que la última Constitución mexicana data de 1917. ¿Cuál es el problema? Esta Constitución fue redactada en tiempos oscuros, durante la dictadura del general Augusto Pinochet.
La ultraderecha asegura que este documento neoliberal impulsó el actual desarrollo económico del país, pero para la mayoría de los chilenos carece de legitimidad, por lo menos así lo demostró el plebiscito.
La violencia fue la única forma de convencer a Piñera de que el “éxito chileno” era solo el éxito de unos cuantos y la ampliación de la brecha de la desigualdad. Los partidos políticos antagonistas se vieron obligados a dialogar y a proponer la creación de una Convención Constituyente.
Es así como, desde el 4 de julio, 155 constituyentes (abogados, profesores, sociólogos, activistas y ciudadanos) trabajan en la creación de un nuevo documento desde cero, en donde se solucionen los principales reclamos de las protestas, con solo los tratados internacionales como guía.
De esta convención quedaron fuera los legisladores, porque así lo decidió el pueblo. Los congresistas profesionales miran desde lejos como estos ‘notables’, dirigidos por la académica mapuche Elisa Loncon, intentan refundar el país.
Este ejercicio democrático es incierto, no se sabe en qué va a terminar. Habrá que esperar a ver qué opinan los chilenos que en su casa todavía conservan, frente al comedor, un cuadro de “El General”. Lo cierto es que están tratando de hacerlo bien, con paridad e inclusión, escuchando a todas las voces. Es posible que al final no se logre mucho, pero lo están intentando y eso hay que aplaudirlo.
Mientras tanto en México, estamos muy a gusto con nuestra Carta Magna de la época de Venustiano Carranza, la que reforma tras reforma se ha convertido en un adefesio, cada vez más complejo de ejecutar.
Ni el presidente López Obrador ni sus legisladores tienen interés en la creación de una nueva Constitución; creen que pueden lograr la transformación sin cambiar de fondo las reglas que rigen nuestra sociedad. En términos obradoristas: “vino nuevo en odres viejos”.
¿Vamos a esperar a que venga el estallido social? Podemos aprender de los chilenos, empezar ahora y ahorrarnos costosos episodios de violencia. Tarde o temprano tiene que pasar, ¿quién será el valiente?
Elliott Ruiz