Supongo que al tratarse finalmente de una superproducción hollywoodense, la narrativa de Oppenheimer tenía que enmarcarse en un registro épico y grandilocuente, como en el fondo sucede con las películas de guerra hollywoodenses, que a veces casi cuando creen alejarse más del discurso bélico-nacionalista gringo es precisamente cuando más lo representan. Esto debido a que si bien películas abiertamente propagandistas como Pearl Harbor resultan sumamente burdas en su patriotismo, suele ser en las obras teóricamente críticas con el aparato industrial-militar estadunidense donde vemos a qué punto se encuentra arraigado y normalizado en el ADN ideológico de esa nación.
Así, para cualquier persona no identificada con el american way of life y la hipocresía con la que pretenden regir al mundo, desde el espectro bélico hasta el espectro moral, incluso a quienes nos presentan como héroes épicos pueden verse en realidad como insulsos villanos, como el caso de un científico cuyos descomunales esfuerzos conducen de entrada a arrojar dos bombas que matan de golpe a más de 200 mil personas inocentes, que no merecen en la película siquiera una reflexión equivalente a las horas dedicadas a ahondar en las rivalidades y traiciones entre la comunidad científica. Como sucede precisamente en la vida real, normalmente la ecuación de este tipo de narrativas es establecer de manera maniquea la maldad del adversario (en este caso inicialmente los nazis, después los japoneses y finalmente los soviéticos), para con ello por un lado deshumanizarlo, y por otro insertarse plenamente en ese pragmatismo estadunidense donde el fin justifica los medios, el fin último siendo la expansión voraz de su nación por todo el planeta, y los medios para satisfacerlo todos los demás habitantes que lo pueblan.
En el caso de Oppenheimer, una vez trazada la premisa básica de que hay que tener la bomba antes que los nazis, todo el drama épico se desarrolla según la fórmula acostumbrada, incluido el militar severo y regañón, el general Groves (Matt Damon), que en el fondo es lo suficientemente laxo y humano como para entender los claroscuros del héroe, necesarios en su determinada carrera hacia inscribir su nombre en los anales de la historia de la destrucción. Si nos detenemos a pensar en una escena climática donde se aplaude, vitorea y celebra el hecho de que en ese preciso instante hay decenas de miles de personas calcinándose al otro lado del mundo (Oppenheimer dice en su discurso: “Estoy seguro de que a los japoneses no les gustó”, ante el aplauso generalizado), y todo en parte para que “los muchachos puedan regresar a casa”, queda totalmente claro que es sólo porque estamos presenciando la versión de quien controla la narrativa que un exterminio masivo de civiles puede presentarse con carácter celebratorio. (Imaginemos la reacción que produciría un filme donde se celebrara, aplaudiera y considerara como algo lógico y necesario un acto de exterminio masivo ordenado por Hitler, Stalin o, para el caso, Putin. Y que luego, como seguramente ocurrirá, fuera nominada a todos los premios habidos y por haber, etcétera).
Nos faltan las épicas del macartismo, Kissinger, Reagan, Bush, Clinton, Trump, etcétera (pues Obama ya tiene la suya en la que a manera de videojuego presencia y celebra en vivo la ejecución de Bin Laden), para que a golpe de blockbuster nos eduquemos en lo inevitable de la marcha histórica de esa nación de héroes incomprendidos como es Estados Unidos de América.