En un pasaje fascinante de su libro clásico, La negación de la muerte, el antropólogo Ernest Becker disecciona el pensamiento de Kierkegaard, para argumentar que prefiguró por más de cien años algunos conceptos que devendrían clave para el psicoanálisis y la psicología contemporáneos, como la idea de que el carácter es una máscara que se crea en la infancia como mecanismo para poder lidiar con lo avasallante del mundo. Así, mediante la educación y la introyección de la cultura y las costumbres, la mayoría de las personas devendrían “filisteos”: “…hombres ocupados por las rutinas cotidianas de sus sociedades, contentos con las satisfacciones que les ofrecen: en el mundo de hoy el coche, el centro comercial, la vacación veraniega de dos semanas”. En los casos en los que esto fracasa, las personas corren el riesgo de sumirse en alguno de dos abismos situados en polos extremos: la esquizofrenia o la depresión: “…el esquizofrénico no está suficientemente asentado en su mundo; lo que Kierkegaard llamó la enfermedad de la infinitud; el depresivo, por otro lado, está demasiado asentado en su mundo, de manera apabullante”. Y un aspecto crucial para Kierkegaard es que el filisteísmo no es consciente de su propia condición: “Pero el filisteísmo celebra su triunfo sin ánimo… se imagina como su propio amo, sin advertir que precisamente se ha convertido en el esclavo de la falta de espíritu, y que es la más lamentable de todas las criaturas”.
Al leer recién estos pasajes me impresionó la inversión de categorías que ha tenido lugar a nivel de la narrativa de la época, pues hoy el ideal sería precisamente lo que Becker llama el “hombre cultural automático”, principalmente como una especie de insumo de producción que ha de maximizar su valor en el mercado, para con ello poder acceder a un ideal de vida de lujo y acumulación, que encima ahora se puede presumir incesantemente en las redes sociales. Y los polos de la esquizofrenia y la depresión, por otro lado estadísticamente cada vez más significativos, ante la demencia del sistema, son enfrentados simplemente mediante el encierro o la ingesta de pastillas que permitan a los individuos seguir funcionando como engranes del sistema que es a su vez lo que los aplasta. La falta de espíritu que para Kierkegaard sería en cierto modo el peor de los destinos posibles es hoy entronizada como ideal de la producción y el consumo, pues es la predisposición más conducente para las exigencias de individuos automatizados en competencia dentro de una sociedad global. La desviación de la norma sólo tiene valor en aquellos casos en que pueda ser monetizable (con lo cual en muchos casos rápidamente pierde su carácter de desviación para devenir un simple producto más), e incluso a nivel de pensamiento se vive una época de censura multimodal, donde a los tradicionales sectores conservadores se ha sumado la censura proveniente de la academia norteamericana, empeñada en homogeneizar el pensamiento en aras de una elevada conciencia de sí que recuerda sospechosamente a la visión de sí mismos de los filisteos de Kierkegaard.
Eduardo Rabasa