Algunas veces ver las redes sociales no es tan divertido, ayer en el scrolleo habitual una triste noticia congeló mi alma cinéfila.
Un escueto comunicado en una red social, frío y administrativo, anuncia lo impensable: el Cineforo de la Universidad de Guadalajara permanecerá cerrado de manera “indefinida”.
No, no es una noticia más en la cartelera cultural; es el abrupto crédito de un final que nadie quería ver. Es, ni más ni menos, el apagón de una pantalla que iluminó durante años la mente de generaciones de tapatíos.
No se cierra una sala, se borra un santuario.
Se clausura la dirección Juárez 973, ese portal al mundo que nos enseñó que el cine podía ser más que entretenimiento: podía ser arte, debate, revolución y poesía.
Surgido en los 70, en los años bravíos del cineclubismo mexicano, el Cineforo no fue un simple proyector. Fue una cátedra. Bajo la batuta de gigantes directores cinematográficos, aunque fue creado como un espacio estable y profesional para la exhibición de cine de arte, alternativo y de culto, que no encontraba cabida en los cines comerciales de la época.
Sus primeras funciones se realizaron en el Auditorio Salvador Allende, ubicado dentro de la entonces Escuela de Artes Plásticas, fue hasta 1988 que se inauguró oficialmente en el lugar que lo conocimos, bajo la rectoría de Javier Alfaro.
El Cineforo de la UdeG no era solo una sala de cine; era la institución que educó cinematográficamente a Guadalajara, fue el semillero de su festival internacional y sigue siendo un santuario para los amantes del cine verdadero.
Sus butacas rojas se convirtieron en las pupilas de una ciudad que aprendió a mirar con otros ojos.
Fue aquí, en esta sala de techos bajos y aura mística, donde Guadalajara vio por primera vez, de manera constante, a Fellini, a Kurosawa, a Bergman, a Tarkovsky.
Fue el refugio del cine de autor, el grito subterráneo del cine independiente, la trinchera desde donde se combatía la monotonía de las megapantallas.
Pero su hazaña máxima, su legado imperecedero, fue ser la cuna del Festival Internacional de Cine en Guadalajara (FICG).
Fue entre estas paredes cargadas de humo de ideas y pasión, que se gestó y creció el festival que pondría a la ciudad en el mapa cinematográfico mundial. Sin el Cineforo, simplemente, no existiría el FICG tal como lo conocemos.
Las funciones de público durante los días de FICG de cintas con elenco local se llenaban de tapatíos aplaudidores y entusiastas, que hoy son un recuerdo vivo de hace más de dos décadas y que siguen emocionado a quienes lo presenciaron.
Fue la casa del FICG tantos y tantos años, ahí desfilaron en funciones con público y prensa todos los actores del cine mexicano, y sí, dije todos. Desde Guillermo de Toro, Gael, Diego, Arcelia hasta los actores de Sueño en Otro Idioma, por citar a unos cuantos.
Era el lugar al que uno iba no solo a ver una película, sino a vivirla. El ritual era sagrado: la fila para entrar, el zumbido del proyector de 35mm como una oración inicial, el silencio cómplice de la audiencia y, al final, el debate apasionado en la banqueta.
Allí se formaron críticos, directores, escritores y, sobre todo, públicos. Miles de cinéfilos que, como yo, acudimos a esa céntrica sala un domingo cualquiera a conocer un cine distinto, a enamorarse con el arte de otras latitudes o simplemente por una golosina de sus fuente de sodas o unas palomitas con salsa picante.
Era la universidad informal del cine, el lugar donde una función podía cambiarte la vida un martes por la noche.
Que cierre el Cineforo no es solo una mala decisión administrativa; es una herida profunda al corazón cultural de Guadalajara. Es la pérdida de la memoria viva, de la piedra angular sobre la que se construyó toda una escena.
En la era del streaming y la inmediatez, clausurar el espacio que defendía la contemplación, la comunidad y el cine como experiencia colectiva es un acto de una miopía cultural tremenda.
El aviso termina con un “Agradecemos su comprensión”. Pero, ¿qué hay que comprender? ¿La desaparición de un icono? ¿El final de una era? No hay comprensión que valga. Solo queda una profunda tristeza y la rabia de un adiós no dicho.
Hoy, las butacas del Cineforo están vacías y su pantalla, en silencio. Pero en el eco de esa sala vacía resuena aún el murmullo de todas las conversaciones que provocó, de todas las miradas que iluminó.
Se apaga la luz, pero no se olvida la magia que creó. La Guadalajara del buen cine está de luto y mi alma cinematográfica también.