En cada época, la humanidad ha visto con recelo aquello que promete transformar su forma de vida. La inteligencia artificial, con su potencial disruptivo, no es la excepción. La innovación trae consigo temores legítimos, pero también prejuicios que, de no ser confrontados objetivamente, pueden convertirse en barreras para el desarrollo.
El reciente AI Index Report 2025 de la Universidad de Stanford es revelador: mientras que en Estados Unidos solo el 39% de la población considera que la IA es benéfica, en China —su principal competidor tecnológico— el porcentaje asciende al 83%. Más allá de las cifras, lo que está en juego es la narrativa pública: cómo se percibe y se valora el futuro tecnológico en las distintas sociedades.
No se trata de minimizar los riesgos ni de adoptar una fe ciega en la IA, sino de entender que muchas veces el pesimismo descansa en la desinformación. Muchos de los señalamientos que hoy se hacen a la IA —como su alto consumo energético o los elevados costos— ya están siendo corregidos por ella misma. Según el informe, entre 2022 y 2024, los costos de uso se redujeron 280 veces, y la eficiencia energética ha mejorado a razón de un 40% anual. Los avances son notables; el margen de mejora, aún mayor.
El riesgo real está en la desconexión entre el avance tecnológico y la ciudadanía. Si predomina la desconfianza, el rechazo o la indiferencia, se pierde la oportunidad de incidir en el rumbo ético y social de esta transformación. La IA no debe ser asunto exclusivo de laboratorios y corporaciones: nos corresponde a todos apropiarnos de su discusión y su uso desde una posición informada.
Ahí es donde las universidades tienen un papel crucial. No como torres de marfil, sino como puentes de acceso, alfabetización y diálogo. No basta con publicar papers o generar patentes; hay que traducir el conocimiento en herramientas comprensibles para todos, y acompañar a la sociedad en el tránsito hacia una cultura digital democrática, justa y sostenible.
Resistirse a cada innovación ha sido una constante en la historia, pero también lo ha sido la capacidad de apropiarse de ellas para construir un futuro más digno. Como toda revolución, la de la inteligencia artificial exige más reflexión que miedo; más compromiso ciudadano que indiferencia.