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Esta semana ha tenido lugar, en Sharm El Sheikh, Egipto, la vigésimo séptima Conferencia de las Partes sobre Cambio Climático (COP27) bajo el auspicio de las Naciones Unidas. La evidencia es incontestable: el promedio de la temperatura global ha incrementado 1.1 grados Celsius en los últimos 150 años. De acuerdo con la World Meteorological Organization, los últimos ocho años han sido los más calurosos, de cuanto se haya tenido registro, debido a los efectos los gases de efecto invernadero. Y que se pregunte a comunidades enteras abatidas por huracanes si lo anterior necesita mayor prueba empírica que la muerte de los suyos y su dramático empobrecimiento.

Hace ya siete años de las celebraciones de la Conferencia de París y, más allá de las manos levantadas y los pulgares arriba, poco ha avanzado la comunidad internacional en este rubro. Las causas, desde luego, son múltiples: las tensiones entre los dos mayores emisores de contaminantes (Estados Unidos y China), la pandemia por coronavirus, la invasión de Rusia a Ucrania, la posibilidad de una recesión global en el corto plazo… Éstos son ahora los pretextos —así como ha habido otros y surgirán nuevos en el futuro.

Los comunicados conjuntos, casi siempre emitidos por unanimidad, señalan la urgencia del problema y dictan rutas bien claras para alcanzar soluciones globales. Pero olvidan lo fundamental: las razones de la falta de consenso no son sino económicas. ¿Quién paga por todo este daño? —preguntan los países en vías de desarrollo. Y reclaman junto con el Félix Grandet de Balzac: “¡Hay que tener dinero para poder gastar dinero!”. Lo afirman ellos, quienes, se estima, sufrirán pérdidas de entre 290 y 580 billones de dólares hacia 2030 debido al cambio climático.

Los países ricos son culpables de esta situación y, por ello, la justicia exige que habrán de pagar los platos rotos. Pero la justicia, como ya sabemos, es un llamado a misa: los Estados Unidos y la Unión Europea conceden su responsabilidad y han decidido, felizmente, destinar cuatro 40 billones de dólares anuales, a partir del año próximo, para financiar proyectos que faciliten la migración de los países en desarrollo a economías verdes. Las Naciones Unidas han dicho, tristemente, que esta cifra apenas comporta la quinta parte de lo que se necesita. De China no hablo porque, desde luego, es menos pudorosa en su desentendimiento.

Hace ya seis días que empezó la Conferencia de Sharm El Sheikh y los periódicos no han registrado avances sustanciales. Ayer, por ejemplo, la oficina de John Kerry, enviado especial del presidente Biden y del mayor contaminante del mundo, todavía no había presentado nuevos compromisos financieros; el canciller Schölz y el presidente Macron, líderes de las principales economías de Europa, presumían fondos verdes aunque insuficientes; y el presidente del Banco Mundial, David Malpass, se negaba a reducir tasas de interés y el congelamiento de la deuda a países de renta baja y media azotados por desastres naturales.

Balzac, que lo sabía todo, apuntó en las Ilusiones perdidas: “una de las maneras más hirientes de la educación es el abuso de promesas”.

Antonio Nájera Irigoyen


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Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de Notivox DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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