Hacia 1941, Mircea Eliade abordó un tren en la estación de Charing Cross, en Londres, y se dirigió a Portugal donde asumiría como attaché de prensa de la embajada rumana en Lisboa. Para entonces Eliade contaba con 32 años y un nombre y bibliografía envidiables para cualquier persona de su edad —y aún más grande. Eliade era uno de los más grandes eruditos europeos en filosofía hindu y la enseñaba en la Universidad de Bucarest. Pero su energía era sobrehumana y encontraba también tiempo para escribir novelas y participar en las discusiones literarias y políticas más importantes de su generación.
Asociado al nacionalismo rumano desde la década de los treinta, Eliade recibió con ánimo la llegada del Estado Nacional Legionario de Ion Antonescu. Es fama que cuando llegó a ocupar su primer puesto diplomático, en Londres, el Foreign Office lo calificó como el más nazi de todos cuantos nazis rumanos había en suelo inglés. La llegada de Antonescu y, junto con él, de la Guardia de Hierro precipitó el rompimiento de relaciones entre Rumania e Inglaterra. Lisboa era entonces una capital de poco lustre en el continente: carecía —anotará Eliade más tarde en su Diario portugués— de vida literaria e intelectuales de primer orden, todo ello dentro de la atmósfera opresiva y deprimente que era el Portugal de António de Oliveira Salazar.
Y ahí fue a parar Eliade justo en el momento en que Rumania padecía sus momentos más duros de la guerra. Los aliados bombardeaban Bucarest con tesón y, con ello, se tambaleaba igualmente el régimen Antonescu y la propia posición de Eliade. Cada noche insomne Eliade se preguntaba en su diario qué sería de sus familiares y amigos. Pero para saber esto pasaban semanas: la valija diplomática demoraba y había de esperar a que Nina Mares, su esposa de diez años atrás, fuera y viniera con información de Bucarest a Lisboa.
Eliade sufría además de una crisis personal que no escatima describir en su diario: una mezcla de neurastenia y abulia que acaso hoy llamaríamos depresión. Escribía, comía y cogía poco —algo que según el propio Eliade era inherente a su excesiva energía. Y algo más: Nina, a quien tanto engañaba y quería, continuaba impedida a unírsele en Lisboa. Lo hace, por fin, hacia 1943; pero lo hace, sin embargo, invadida de un cáncer uterino que le quitará la vida poco después.
El Diario portugués de Mircea Eliade se extiende hasta 1945. Registra paso a paso la derrota del Eje y la caída de Antonescu que será, al final de cuentas, también la de Eliade. Será cesado del servicio exterior de su país y obligado a deambular por París y otras capitales europeas antes de asentarse en Chicago, donde intentará limpiar su nombre. Pero nada de todo ello parecía importar a Eliade porque —en esa guerra en la que, como historiador de las religiones, observaba una catástrofe de dimensiones cósmicas y cuasi rituales, capaz de restablecer una nueva Europa y una nueva humanidad en el sentido más espiritual de la palabra— vivía una guerra íntima de proporciones mayores que la otra: la muerte de Nina. A veces importan más nuestras pequeñas guerras que otras
Antonio Nájera Irigoyen