En una carta a Antoine Bibesco de 1903, sin fecha ulterior puesto que nunca fechaba sus cartas, Marcel Proust anota: “aunque ha habido pocos momentos en que he dejado de pensar en tu pena y de apreciarla bajo la severa luz de mi imaginación, observar tu carta, con su caligrafía tan cambiada que la hace apenas reconocible, tan pequeña, con sus letras todas contraídas y disminuidas como ojos empequeñecidos de tanto llorar, me afectó con una nueva violenta emoción. Era como si estuviera sintiendo el desnudo horror de tu miseria por primera vez”.
El príncipe Antoine Bibesco era miembro de una de las más notables dinastías rumanas avecindadas en el París de los albores del siglo XX. Tanto así que, todavía de pantalón corto, en casa veía desfilar a figuras como los compositores Charles Gounod, Claude Debussy y Camille Saint-Saëns; los pintores Pierre Bonnard, Édouard Vuillard y Edgar Degas; escritores como Anatole France, León Daudet y Maurice Barrès. A las conexiones familiares, Bibesco sumó estudios de Derecho en París y Canterbury, para ingresar poco después al Servicio Diplomático Rumano que le depararía una brillante carrera. Desposó a Elizabeth Asquith, hija del primer ministro inglés, Herbert Henry Asquith. Fue también dreyfusista y un mediocre autor de teatro. Lo recordamos, sobre todo, por haber dado vida a uno de los personajes típicos de la novela de Proust: el marqués de Saint-Loup.
Proust y Bibesco formaron parte de ese paraíso mundano y artístico que fue el Hotel Ritz. Ahí trabaron amistad —y de esos años data el fragmento arriba incluido. Bibesco había recién perdido a su madre, la princesa Hélène Bibesco, víctima de un cáncer. Proust extendía condolencias a su amigo y, sin embargo, no podía dejar de hablar de sí mismo. Apunta a propósito de la última misiva de Antoine: “Podía yo sentir el horrible desgano en el que te obligaste a escribir, el entumecimiento de tu corazón al hablar de tu dolor o de no hablarlo en absoluto. La carta me provocó placer, si es que puedo usar la expresión al mencionar tal conexión, pero mucha infelicidad también”.
Proust ofreció viajar a Corcova, Rumania, para acompañar a Bibesco en su cuita. Pero pronto el escritor espetó mil y un excusas: su siempre doliente salud, fatiga, las flores de temporada que le causarían fiebre, la boda de su hermano, el décimo tercer aniversario de la muerte de su abuela… Al tiempo que abundaba en detalles sobre cómo alcanzar a Antoine para acompañarlo en su duelo, multiplicaba razones para no emprenderlo. Y así, comedido él, ¡proponía a su amigo encontrarse en Munich, Contantinopla o Egipto! Proust conminaba, pues, a su amigo a trasladarse justo cuando más sufría la muerte de su madre.
Proust —está fuera de toda duda— pensaba en Antoine. Intentaba ser empático a toda costa y participar del padecimiento de los otros; sin embargo, su propia naturaleza se lo impedía. Brindarse a los otros redundaba, irremediablemente, en regresar sobre sí mismo: al Narciso acechante que, por más humanitario que se pretendiera, no podía dejar de ser quien era. Y Narcisos hay en todos lados; no veo por qué no, también en política.
Antonio Nájera Irigoyen