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"El fútbol es popular —declaró Jorge Luis Borges— porque la estupidez es popular”. El argentino no era particularmente afecto a ningún deporte; creía que era una de las múltiples formas de chauvinismo y, por tanto, susceptible de atizar las peores pasiones humanas.

Pero no todos los escritores comparten la acritud de Borges. Vladimir Nabokov, por ejemplo, siempre se declaró aficionado a los deportes. Al punto que mientras estudiaba en la Universidad de Cambridge anotó, orgulloso, sobre su desempeño como futbolista:

Estaba loco por la portería. En Rusia y en los países latinos, ese valiente arte ha estado siempre rodeado de un halo de singular glamour. Distante, solitario, impávido, el portero es seguido por pequeños muchachos embelesados. Rivaliza con el matador y con el as de la aviación como objeto de excitada adulación. Su sweater, su cachucha con visera, sus espinilleras, sus guantes asomándose del bolsillo trasero del short, lo apartan del resto del equipo. Es el águila solitaria, el hombre del misterio, el último defensor. Los fotógrafos, doblando una rodilla a manera de reverencia, lo toman en el acto de un lance espectacular a través de la portería para desviar, con las yemas de sus dedos, un tiro raso y relampagueante, y el estadio clama con aprobación mientras él se queda por uno o dos segundos esperando donde cayó, la portería aún intacta.

El entusiasmo de Nabokov se extendía a otras disciplinas que incluso le valieron, en sus años más duros de inmigración, para ganarse la vida. Durante su exilio en Berlín, entre 1922 y 1937, mientras vivía incognito para no ser encontrado por agentes adictos a la Unión Soviética, impartió lecciones de tennis. Y años después, cuando desembarcó en Ellis Island de la mano de Vera, su esposa de toda una vida, para vivir una larga temporada en los Estados Unidos, como profesor en Cornell y aprendiz de novelista, aseguró que su maleta contenía únicamente una colección de mariposas disecadas y, unos guantes de box. Hay que viajar ligeros —aseguran algunos.

Si el estilo es el hombre —como afirmó el duque de Buffon—, se revela natural que el ruso, travieso como ninguno al escribir, haya también gozado de otro deporte acaso más común entre escritores: el ajedrez. Disciplina intelectual, su tablero infinito es por definición la metáfora del mundo y de la vida de los hombres. No para Nabokov: para él, es ante todo un juego. Y “todo lo bueno de la vida (el amor, la naturaleza y las bromas entre familia) —asentó en una página de Ada or ardor — es juego”. Tiene razón.

Antonio Nájera Irigoyen


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