Hay muchas cosas que no entiendo en política; la que menos, sin duda, es el desprecio por la moderación. Junto con Montaigne opino: “amo a las naturalezas atemperadas y moderadas”. Pero comprendo también la popularidad de la desmesura: ante la incertidumbre, hechiza la consigna de estampita que censura la moderación como tibieza. E invocan a Lenin y al infantilismo de izquierdas; al tiempo que la derecha, pasajes de Dante que jamás han sido escritos. Bla, bla, bla…
No sorprende: abrazar absolutos se revela más seductor que encontrar el matiz. El problema radica en que el absoluto, se sabe desde Aristóteles, existe en sí y para sí, sin depender de otros. El resto, por definición, es relativo —y únicamente existe en relación al absoluto. Importante decirlo: porque el absoluto, desde el siglo XX, no porta el rostro de Dios; se ha ataviado de prendas políticas. Y la política ha de ser plural; cuando no, ahí caben con certeza Mussollini, Stalin y Hitler. Pero es lugar común mentar a esta tríada; mejor insistamos en que aún en nuestros días el espacio es grande, y bien caben otros que todavía desfilan ante nuestras narices.
La duda, como bien ha observado Kierkegaard, trae consigo contradicción y angustia. Ante ello, aparece la fe en el proyecto político: el salto final al vacío. Y es que hay gente que, advertía Paul Morand al tiempo que lo repudiaban la izquierda de Sartre y la derecha de De Gaulle, no resiste la tentación de convertirse en héroe— y la pulsión de devenir héroes es a veces lo más fácil. Más difícil es el compromiso sin fe. Porque se puede, como sugiere Christopher Domínguez a propósito de Jorge Edwards, “ser un hombre sin partido que toma partido. Un güelfo entre los gibelinos y un gibelino entre los güelfos”.
Y aquí recuerdo a Jorge Edwards, muerto el pasado 17 de marzo, que logró concitar el desprecio tanto de la izquierda como de la derecha. No ha de ser noticia: pues como apunta el chileno en Persona non grata, una buena porción de la intelligentsia latinoamericana posee “cabezas cuadradas que sólo saben intercambiar esquemas, ideas recibidas, naipes sobajados y marcados”. No quieren jugar sus propias cartas acaso porque sólo esperan replicar la baraja que el croupier —su propio croupier político— les ha entregado. Ignoran que, aunque tengan temporalmente la mano ganadora, asimismo perderán junto con todos la partida.