El pasado 18 de noviembre se conmemoraron 100 años de la muerte de Marcel Proust. Nace en 1971, de origen judío, hijo de un célebre médico de la Tercera República Francesa y una judía perteneciente a la burguesía de provincias; desarrolla un enfermizo apego por su madre desde la tierna infancia; y compite, también, con su hermano por el amor de ésta. Estudia en el prestigioso Liceo Condorcet y, más tarde, leyes; finge trabajar como bibliotecario; y se propone, momento capital de su corta vida, entrar en el Gran Mundo. Dilapida parte de la fortuna familiar con este propósito y conquista —más bien a través de su ingenio e inteligencia— el París de las duquesas y princesas que tanto admira en sus autores dilectos, el vizconde de Chateaubriand y el duque de Saint-Simon.
Para entonces, Proust pasa los treinta y ha ya desarrollado una excéntrica rutina hoy indisociable a su leyenda literaria: hacer vida social entre la una y las nueve de la madrugada, para después sólo dormir hasta las tres de la tarde. Pero, hipocondriaco desde la cuna, sus afecciones comienzan ya también a agudizarse. Y dos sucesos infortunados terminan por detonar su resquebrada hipersensibilidad: hacia 1905 mueren su padre y su madre apenas con un año de diferencia. El impedido emocional se ve entonces obligado a valerse por sí mismo. Publica crónicas de sociedad en Le Figaro y en revistas; traduce a John Ruskin; publica dos libros que, aunque ricos por momentos en estilo, aún se ven manchadas por el esnobismo del joven autor.
Y Proust descubre —¡oh, sorpresa— que tiene coraje. Un buen día sale al mundo y retoma la vida social que tanto goza. Es, sin embargo, demasiado tarde: su salud se precipita y Proust mismo intuye su próxima muerte. Decide escribir, por fin, su gran obra. Pero no sabe de qué: no tiene temas de los cuales hablar porque no ha vivido. Todo ha sido un tiempo perdido. Y sigue, al tiempo que se bate con los ataques cada vez más violentos de asma. Se recluye y, como eremita en el desierto, recibe el llamado divino y se le revela finalmente el tema de su propia obra: él mismo. La escritura será el medio para recuperar el tiempo perdido.
El interesado en profundizar en la vida de Proust puede acudir a las biografías clásicas del personaje (Painter, Tadié, de Dieslach). Que a mí me sirva únicamente este apretado recorrido para subrayar que jamás una obra literaria ha caminado tan cerca de una vida. O mejor todavía: acaso nadie —como sugería André Gide— había logrado vivir su vida como una obra de arte. Porque la existencia de Proust es el manantial de donde emanan la fisonomía y psicología de sus personajes, la cartografía de sus lugares, la predilección por ciertos temas. Tenemos certeza de todo ello y resta responder aún lo esencial: ¿por qué debemos seguir leyendo a Marcel Proust?
Hay autores que invitan a la reflexión y otros que divierten. Pero Proust acomete algo todavía más precioso: mostrarnos un nuevo mundo. “Un mundo cuya visión —escribe él mismo hacia la mitad de su novela—, de no ser por el arte, permanecería como el secreto eterno de cada uno”. Porque —continúa— “solamente por el arte podemos salir de nosotros mismos, conocer qué ven los otros en este universo que no es el mismo que el nuestro y cuyos paisajes nos son tan desconocidos como un paisaje lunar. Gracias al arte, en lugar de ver un solo mundo, el nuestro, lo vemos multiplicarse, y tendremos tantos mundos a nuestra disposición como artistas originales existan”.
Como la luz blanca al tocar el prisma, Proust descompone nuestras emociones en distintos colores —tonalidades que simplemente desconocíamos o ignorábamos. Nos obsequia una nueva sensibilidad: más amplia, más vasta, más humana. Y así, aprendemos a nombrar que la tristeza no es tristeza sino maduración; el amor no es amor sino aprensión; y el sufrimiento no es sufrimiento sino egoísmo. Habiendo rehuido al sentimentalismo, siempre he descreído del poder edificante de los libros; pero Proust, el más cínico de los escritores, tal parece que anima a observar y, por tanto, entender aquello más preciado que tenemos los hombres: el espíritu.
Antonio Nájera Irigoyen