De un lado están quienes creen que la suerte está relacionada con el éxito y del otro los que afirman que eso es una justificación de quienes no trabajan duro para lograr sus metas. Internet está lleno de videos, infografías y anuncios que ofrecen solución a las adversidades mediante el llamado a la suerte, la manifestación consciente de la buenaventura y el pensamiento positivo; o, por el contrario, mediante un enérgico llamado a hacernos cargo de nosotros mismos y, por lo tanto, de nuestros destinos. En una esquina están los agoreros de fuerzas ancestrales y mecanismos fuera de nuestro alcance intelectual, que aseguran que es posible manipular la vida a nuestro favor, y en la otra están aquellos que afirman que no existe nada más que la ley de las causas y las consecuencias.
A su modo, sólo intentan responder una pregunta: ¿por qué a ciertas personas parecen sucederles desgracias consecutivas y a otras siempre parece irles bien? Se trata, claro, de una cuestión subjetiva: tal vez sea que nos enfocamos demasiado en nuestras decepciones y temores. Nuestro deseo de controlar el futuro nace de nuestra capacidad de anticiparlo: somos capaces “de imaginar el curso posible de los acontecimientos, inventar alternativas, calcular riesgos”. Dice José Antonio Marina que ensayar distintas soluciones simbólicamente nos permite que, en caso de fracaso, solo mueran nuestras hipótesis y no nosotros.
Yo pienso en el angustiante futuro y pienso en la suerte como ese gringo desconsiderado y ruidoso que me despertó en la madrugada y que hizo que me levantara más tarde de lo esperado, y en el insultante retraso que tuvieron en el restaurante con nuestra orden y en el hecho de que no me entregaran el carro a tiempo, porque todo eso resultó en que llegara tarde al accidente mortal de dos pipas que se incendiaron en la autopista.
A veces, supongo, la mala suerte es cuestión de perspectiva y, en realidad, todos estamos vivos gracias a pequeños milagros que a veces nos parecen desagradables jugarretas del destino.