Al terminar los cuatro episodios de la docuserie de Matías Gueilburt, Marcial Maciel: El lobo de Dios (disponible en HBO), es imposible no recordar ese pasaje de Muss. El Gran Imbécil, en que Curzio Malaparte apunta: “Sólo el hombre hace el mal. Ningún otro animal conoce y hace el mal. Esa es la razón por la que Cristo no bajó a la tierra a salvar al mundo animal sino al mundo humano. Los animales están salvados. No hay pena para ellos, no hay infierno, ni purgatorio. Sino sólo el goce eterno, el bello paraíso, al que el hombre no accede si no es con la ayuda divina”. Párrafos después, Malaparte evoca una charla de 1929, en que le confió a Benito Mussolini su intención de escribir algo más que una biografía: el genuino retrato de su alma (era la época en que no solo él sino casi toda la intelectualidad italiana estaba embrujada por el Duce).
Mussolini decretó: “No olvides nunca, al escribir sobre mí, que yo soy profundamente bueno”. Malaparte respondió que ningún hombre es un ser bueno y mucho menos un jefe, el que gobierna, de lo contrario, en vez de bondadoso sería un imbécil. El Duce puso a Cristo como ejemplo. Con una leve sonrisa, el escritor nacido en Prato disertó: “Cristo, mientras estuvo vivo, no guió a ningún pueblo. No era un jefe. Era un profeta, un agitador. No era un jefe. El pueblo dejó que lo asesinaran sin mover un dedo”.

¿Y qué tiene qué ver ese pasaje de Muss. El Gran Imbécil con lo que documenta Marcial Maciel: El lobo de Dios? ¿Qué relación hay entre los delitos, que no pecados, las corruptelas y los timos de un malévolo cura michoacano con las maniobras de un tirano que devastó a su patria?
La explicación está en el libro: Mussolini recurrió a la técnica de la divinidad artificial para imponer la idolatría de sí mismo. Se autoerigió como un santo, y lo logró durante un tiempo, porque conocía perfectamente el “principio corruptor y degenerativo contenido en los defectos de la mentalidad católica”, y además de eso, los vicios de la tradición del pueblo italiano. La emboscada ideológica era infalible. El fanatismo fue el siguiente paso. Las maniobras de Marcial Maciel no distan del manual de Mussolini. Y, de hecho, de todos los manuales de autocracia, no importa la corriente política a la que pertenezcan. Los códigos de lealtad y sumisión al Líder, así como los de protección e impunidad para los miembros del Partido Nacional Fascista no difieren de las reglas iniciales entre los Legionarios de Cristo, y tampoco de los estatutos de los partidos políticos para los que el Jefe Máximo es guía, mentor, ser divino.
Los movimientos o partidos, las sectas religiosas, explicó Curzio Malaparte en Muss. El Gran Imbécil, se engendran y fortalecen de la fe: “El pueblo italiano siempre ha despreciado a los hombres que no son sino hombres: es un pueblo que está siempre a la búsqueda de Dios, que arde siempre en el deseo de verlo con sus propios ojos, de tocarlo con sus manos, de besarlo con sus labios, de oírlo con sus oídos, en todas sus manifestaciones, en todas sus formas, en todos sus disfraces humanos”. (Ese pueblo italiano puede ser cualquier pueblo y de cualquier tiempo y continente).
Las “divinidades” ciegan. Obligan a callar, negar, incluso perdonar lo inexcusable. Las “deidades” se permiten todo y todo purifican. Como Juan Pablo II, que absolvió a Maciel de sus crímenes inmundos por las millonarias limosnas que transfirió al Vaticano, como los partidos políticos que indultan a cualquier canalla que “abjura” de su propio pasado y se suma a sus filas, lo mismo que las sectas.
La serie documental de Matías Gueilburt no desmenuza únicamente las torceduras de la fe sino que expone la dinámica de la maquinaria de la enajenación con línea directa en los fenómenos extremos que hoy dinamitan a la democracia, las libertades, la concordia.
El modus operandi de los lobos del mundo.
AQ