Cultura

Llave sin cuarto | Por Sara Poot Herrera

Ficción

En este cuento, la nostalgia se mezcla con el asombro de la narradora ante los hechos que ocurren en el hotel donde se hospeda durante los días en que participa en un encuentro sobre lectura.

Como en los años anteriores, el encuentro sobre el programa de lectura sería a fines de octubre. Me hospedaría en un hotel en el centro de la ciudad. Poco antes de abordar el avión, leí que una persona había muerto en un hotel céntrico también. La noticia venía acompañada de una foto. Aparecían dos hoteles, uno frente al otro, y en uno de los dos tenía mi reservación. El vuelo venía retrasado. Llegó alrededor de las dos de la madrugada, y la persona que me esperaba en el aeropuerto amablemente me dijo que era común que los vuelos no llegaran a tiempo. Que no me preocupara, que estaba acostumbrado a esperar y así lo hizo. Conversamos en el camino, mientras reconocía la solitaria avenida, luego la calle con las pocas residencias que aún quedan en lo que fue la entrada principal de la ciudad. Una figura atravesó de una acera a la otra, a la de enfrente. Quise reconocerla, pero el auto había seguido su marcha. Volteé hacia atrás y no alcancé a ver a nadie.

Llegamos al hotel. La puerta estaba cerrada. Toqué y tardaron en abrir. La persona que me llevó esperó a que yo entrara y me dijo que pasaría por mí el domingo en la madrugada porque el vuelo de regreso saldría muy temprano. Quien me abrió la puerta del hotel era una joven que ofreció ayudarme con el equipaje. Caminamos por el pequeño pasillo semioscuro, a la altura de aquel gran espejo que me llamó la atención; dimos vuelta a la derecha y nos detuvimos en el mostrador. Mientras me atendía, discretamente le comenté que me había enterado de la muerte de una persona en un hotel de la misma calle. Con la mano me señaló el hotel de enfrente. Me dio una tablita de madera de la que colgaba una llave. Cuarto número 10. Le di las gracias, le pregunté cómo se llamaba, y al despedirme, por el gran espejo vi a un gato que sobre el mostrador fijamente me observaba. Sonreí y me alejé con la llave del 10 en la mano.

Entre las sombras de las plantas del patio caminé hacia el elevador y subí al primer piso. Los cuartos estaban del lado izquierdo, y del lado derecho había plantas y llegaban las ramas de los árboles del jardín de la planta baja. Fui contando: cuarto 1, 2, 3, hasta llegar al cuarto 9. Allí acababan. ¡Cómo! Regresé y de nuevo fui contando, del 1 al 9, del 9 al 1. Pensé que el pasillo daba vuelta, pero no, y del lado de enfrente no había cuartos. Subí al segundo piso. Cuartos 21, 22… di la vuelta, regresé al elevador, bajé al primer piso y luego a la planta baja. Nada del 10.

Caminé al mostrador con la maleta que, llevando las mismas cosas, cada vez pesaba más. Llamé a María, Maryyy, Maríaaaa. Nadie respondió. El gato seguía en el mostrador y me miraba, pensé que nada indiferente, como huraño o molesto tal vez. Volví a llamar, caminé de nuevo al elevador y ya allí escuché que la chica me respondía. Fui al baño —me dijo—, pero al contestarme creí verla en la penumbra del pasillo que daba a la calle, su imagen fugaz en el espejo. Le expliqué que no encontraba el cuarto número 10 y juntas subimos al primer piso.

Esa vez, fue ella quien de ida y vuelta caminó buscando el cuarto. Finalmente, me pidió esperarla en la planta baja y subió de nuevo al primer piso, y luego al tercero y al cuarto. Me quedé varios minutos esperándola. Bajó extrañada; fuimos al mostrador y me dio otra llave en el mismo piso del cuarto 10, diciéndome que al día siguiente harían el cambio. Comenté que sería difícil porque saldría del hotel en unas cuantas horas y no volvería sino hasta muy tarde. Se encogió de hombros y, acariciando al gato, me dijo que estaba bien.

Subí al primer piso y ocupé el cuarto número 3. Medio deshice la maleta, porque a lo mejor antes de irme tendría que cambiarme a otro cuarto; tomé un baño con el agua algo tibia, más bien fría, y me acosté. Hacía más de 24 horas que había salido de casa y, a pesar de la espera entre un avión y otro, no tenía sueño, menos aún con el ruido de los motores de los aires acondicionados de las otras habitaciones y con una bomba que sonaba en el techo al final del pasillo. Mientras tanto, pensaba en dónde quedaría el cuarto número 10, del que por cierto aún tenía la llave.

Al día siguiente muy temprano (más temprano para mí por el cambio de horario) salí al encuentro de lectura, no sin antes preguntar en el mostrador dónde quedaba el cuarto número 10. Un empleado que de pronto pasaba por allí casi jactándose me dijo que él era el único que lo sabía. Subí con él al primer piso, salimos del elevador y caminamos unos pasos a la derecha y luego otra vez a la derecha. Subimos por una escalera, después dimos unos cuantos pasos y de nuevo otros escalones que terminaban frente a un cuarto, ¡el número 10!, que quedaba como en una torre. Abrimos con la llave que aún seguía conmigo. Era una suite como en estado de abandono, oscura, húmeda, amplia, con muebles viejos y cuadros polvosos en la pared, una cocina, una cama grande, una salita de espera, a lo mejor una terraza que daba al exterior del hotel. Demasiado grande para mí, pensé, que además iba a estar siempre fuera el par de días que me quedaría en la ciudad en el encuentro al que me habían invitado. Pensé en la chica que en la madrugada me dio la llave y, sin saberlo, evitó que yo subiera tantas escaleras con la maleta muy pesada por los libros. Se lo comenté al empleado quien no supo de cuál chica se trataba. Bueno, me dijo, hay una joven que algunas noches trabaja en este hotel y en el de enfrente; intercambiamos cuartos, pero desde hace varias noches no viene por aquí. Pasan cosas, usted sabe.

Le quise dar la llave y me dijo que mejor la guardara por si me cambiaban de habitación, pues la reservada para mí era la del número 10. Por cierto —me comentó—, es un cuarto muy tranquilo, nadie sube, puede abrir las ventanas que dan a la calle, ver el otro hotel, incluso dormir con las ventanas abiertas. La única compañía que puede tener es la de un gato que desde hace tiempo se nos regaló al hotel y se la pasa entre este hotel y el de enfrente. No sabemos cómo va y viene, pero o está aquí o está allá. No lo ha visto porque suele venir sobre todo por las noches, aunque seguramente por las mañanas está afuera de esta habitación. Le agradecí, fui a la planta baja del hotel, pasé frente al espejo y salí a la calle. Casi me atropellan porque no supe dónde terminaba la banqueta y comenzaba la calle. ¿Solamente a mí me pasará? Calles y ciudades modernas, ¿para quién?

Me fui al encuentro, en donde inmediatamente me preguntaron cómo estaba el hotel y cuál cuarto me había tocado. Les enseñé la llave, mientras les explicaba que esa llave no tenía cuarto. ¡Cómo va a ser!, y al mismo tiempo me dijeron que trataron de escoger lo mejor para mí y lo más cercano al lugar donde era el encuentro. Les conté la anécdota. Es para un cuento, comentó alguien. Lo escribiré y se lo daré el año que viene, ¿qué le parece, maestra? Muy bien —le dije— y cada vez que metía la mano al bolso me topaba con la maderita de la que colgaba la llave. No es lo mismo tener un cuarto sin llave que una llave sin cuarto, aunque ésta era la de un cuarto que estaba entre dos pisos, como para una familia, no para mí que, además, solamente dos noches usaría la habitación, y ¡subir con tanto libro!

Por la noche volví al hotel, con la duda de si me cambiarían o no de cuarto. De la administración no me dijeron nada; ni siquiera se habían enterado. Me metí al cuarto, que estaba muy caliente. No estoy acostumbrada al aire acondicionado, incluso me produce alergias, pero hacía mucho calor. Encendí el aire, para que se enfriara mientras estuviera (yo) fuera, pensé. Al prenderlo, una cortina de agua empezó a caer. Tan mojada como sorprendida, corriendo fui a la administración (pasando de nuevo por el elevador que, además de tardar en llegar, tiene doble puerta y lentamente una se cierra después de que se cierra la otra). Era viernes, no había habitaciones disponibles, aunque —espere, me dijeron— parece que la 10 está desocupada. ¿Quiere cambiarse? Decidí que no, volví al cuarto 3 y con una toalla traté de secar el piso.

Llamé a una amiga y me fui a su casa. El conductor del uber me dijo que trataba de evitar meterse al centro, que ya no era lo que fue; que ese ruido de las bocinas y esas tiendas abiertas hasta muy tarde no tenían nada que ver con nuestra ciudad, antes llena de gente en la Plaza Grande, ya una plaza extraña para nosotros, sin laureles de la India, sin confidentes para los enamorados, sin un lugar para la sinfónica de los domingos, sin cantos de pájaros al atardecer ni de trovadores cuando comienza la noche. Llegué a casa de mi amiga, quien enseguida me preguntó cómo era el hotel al que había llegado. Le mostré la llave y le dije que esa llave no tenía cuarto. Tan era así, que no me la habían pedido. Mi amiga, que se las sabe “de todas todas”, sonrió. Atenta, me comentó que el centro ya no es lo que era, que incluso nuestros propios fantasmas habían desaparecido.

Horas más tarde volví al hotel. Por suerte estaba abierto, empaqué mi maleta y, sin sueño, esperé a que dieran las tres de la mañana. Me di un rápido baño con agua fría, me llamó la atención que no hubiera agua caliente pero no estaba mal. En la administración dejé la llave del cuarto número 3. A punto de salir, miré el espejo y de nuevo vi al gato, y al mismo tiempo a la señorita que me atendió la primera noche. Me dijo que venía del cuarto que nunca encontramos. Es cómodo, me dijo, lo único que se ve y se oye es lo que pasa en el hotel de enfrente. Y pasan cosas, usted sabe, mientras abrazaba al gato y me sonreía. En el espejo nuestras tres imágenes se reflejaban, ¿O eran dos, o una o ninguna?

Salí a la calle. Vi el hotel de enfrente, también al que había yo llegado y me di cuenta de que arriba, como sostenido por las sombras de los árboles, había un cuarto tipo fortaleza, del que imaginé un pasadizo, y lo que no imaginé era que desde allí dos sonrisas me despedían. Ya el uber me esperaba. ¿Y cómo le fue? —me preguntó el conductor. Bien —le dije—, sin estar segura de mi respuesta. Calles después, al dar vuelta en una esquina, creí ver de nuevo aquella figura de la primera noche, ¿o sería otra? No quise voltear como lo hice esa vez, a lo mejor no vería nada.

Al sacar el pasaporte en el aeropuerto, mis dedos toparon con una llave, señal de que un día volveré a esta ciudad, a su centro y a mi propia calle, donde espero que aún estén los fantasmas eternos, vigías de nuestra historia. Dejarlos ir sería como una traición, dar lugar a muertes de las que ellos mismos escaparon, a cortinas de agua, pero no de lluvia ni de pozo; a incertidumbres que no hacen memoria, a dudas sobre si dos imágenes sonrientes son pasadizos entre espejos de obsidiana y la llave del cuarto número 10.

​AQ

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Laberinto es una marca de Milenio. Todos los derechos reservados.  Más notas en: https://www.notivox.com.mx/cultura/laberinto
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